El portalón de San Lonrenzo
Del Big Ben al Big Bang
Ni la televisión, ni la radio, ni los periódicos, nos decían nada sobre la persecución de los científicos rusos
Los años 60 del pasado siglo XX fueron testigos del gran despegue económico de nuestro país, el cual, por extensión, contribuyó al auge del ocio y lo festivo, ámbitos antes reservados sólo para las capas más altas de la población.
En nuestra ciudad, ese desarrollo económico y social coincidió con el ascenso del Córdoba CF a Primera División (abril de 1962), ya con partidos de fútbol televisados, aunque aún eran muy pocos y limitados a los equipos «grandes». Unido al enorme éxito popular de programas del momento, como 'Reina por un día' de Televisión Española, así como a la extensión de la señal de ésta, se propició que todo el mundo quisiese tener un televisor en su casa.
Como ejemplo de aquella sana aspiración de la gente, el que fuera controvertido presidente del Betis, don Manuel Ruiz de Lopera, compró un «stock» de más de diez mil televisores de la marca Iberia a la fábrica Marconi de Madrid, para comerciar con ellos en Andalucía. Como él no estaba familiarizado con ese negocio, lo puso en manos de algunos almacenes y los diteros, que llenaron en un santiamén de televisores las barriadas populares cordobesas con sus pagos a plazos.
Televisores clonados
Surgieron también numerosos establecimientos especializados en el boom de los televisores, fabricando, vendiendo y arreglando aparatos que en su mayoría eran clonados de marcas de mayor lustre, como ahora ocurre con los productos chinos. Aunque hoy parezca increíble, se fabricaban televisores en Córdoba en cualquier local, garaje, o incluso en una nave perdida en el campo. Tuvimos televisores montados «frente a las vacas», en la zona de la Redonda (Ronda de la Manca), en los Olivos Borrachos, en el barrio del Naranjo, Zumbacón, Valdeolleros, enfrente de la Piedra Escrita... En mi barrio, había un establecimiento de éstos hasta en la estrechísima calle Custodio, donde vivía Herrador el practicante.
En la Electro Mecánicas, zona de raigambre eminentemente industrial, proliferaron muchos de estos profesionales mañosos que se dedicaban a montar televisores: Joaquín López Molina, Rafael López Herrador, Rafael Ponferrada Gómez, Juan Molina Duque, Enrique Morales Jiménez o Rafael Bueno Velasco. Por otros barrios trabajaban Antonio Ochoa, Crescencio Martínez, José González, Rafael Rojas o Pablo Ruiz. A pesar de que surgían constantemente nuevos especialistas del gremio, la demanda era mayor que la oferta, por lo que no daban abasto.
Así, a los nombres clásicos y con empaque de las marcas reconocidas como Iberia, Inter, Philips, Askar, Grunding o Westinghouse se unieron una serie de títulos y nombres rocambolescos y rimbombantes, elegidos por estos fabricantes autóctonos: Big Ben, Hércules, Estrella, Apolo, Zodiac, Lumen, Sansón, Tulipán, Orfeo, Sivania, Titanic u Olimpic. Incluso hubo uno que le puso a su televisor el nombre (que parecía de un tanque o de un submarino) de T-555, porque fumaba el tabaco inglés de los tres cincos.
El Big Ben
Además, estos humildes fabricantes y vendedores de televisores clonados tenían el eslogan de «Si no te gusta, te lo cambio», y enseguida te mandaban otro televisor si lo pedías. Pero, en la práctica, muchas veces no había tal cambio de aparato, sino que simplemente cambiaban la caja de madera que lo envolvía. Hay que decir que existían talleres muy competentes de ebanistería que en aquellos tiempos se dedicaban a elaborar primorosas cajas para los televisores, lo que contrasta con los televisores actuales, que ya no tienen ni marco.
Recuerdo que el primer televisor que tuvimos en mi casa fue uno de estos autóctonos, de la marca Big Ben, la cual hacía homenaje a la gran campana del reloj del Parlamento británico que, por extensión, ha dado nombre a todo el reloj (1859), e incluso a la torre que lo contiene (construida un año antes, en 1858).
En aquellos tiempos creíamos, ilusamente, que tener un televisor nos iba a permitir estar informados de los temas más importantes que pasaban en el mundo, presentados de forma objetiva para que cada cual sacase sus conclusiones libremente. Pero no era así, pues en la mayoría de los casos la televisión repetía, una y otra vez, los tópicos de aquella España condicionada por la guerra civil y la dictadura. Y si alguien se creía que con la llegada de la democracia iban a cambiar las tornas, estaba aún más equivocado.
La visita de Solzhenitsyn
En esa España de la Transición política, en los años siguientes reinaba un clima de desconcierto informativo, tanto en la prensa como en la televisión. Empecemos por decir que de forma mayoritaria se criticó y se censuró al Premio Nobel de literatura (1970) el ruso Aleksandr Solzhenitsyn, (1918-2008), que en aquella entrevista para TVE que le realizó el sagaz periodista José María Iñigo (1942-2018), le dio por contar lo que era una realidad palpable en aquella Unión Soviética y lo que él padeció preso en un gulag de Siberia. Todo ello haciendo referencia a su famoso libro 'Archipiélago Gulag' (1973) en donde relataba y denunciaba el sistema de represión existente en aquella Unión Soviética.
Estaba todo tan contaminado de «falso progresismo» que hubo gente que creyó necesaria la amistad del entonces príncipe, luego rey, Juan Carlos con el terrible dictador Ceausescu, ejecutado pocos días después de la caída del Muro de Berlín. Muro del cual uno de sus principales promotores, Erich Honecker, (1912-1994) fue incluso agasajado con una medalla de honor por el rector de la Universidad Complutense de Madrid, Gustavo Villapalos Salas (1949-2021). Y todo, porque hasta medios y políticos supuestamente «de derechas» eran condescendientes con el «paraíso de los trabajadores» y de los «intelectuales» que era la Unión Soviética y sus países «satélites».
Por supuesto, ni la televisión aquella del Big Ben, ni la radio, ni los periódicos, nos decían nada sobre la persecución de los científicos rusos. Así, los programas de divulgación del profesor Luis Miratvilles Torras (1930-1995), como 'Visado al futuro', 'Las fronteras de las ciencias', 'Misterios al descubierto', 'La prehistoria del futuro', o sus colaboraciones en el programa de radio Hora 15, nunca llegaron a contarnos las barbaridades que los soviéticos habían cometido con aquellos científicos cuyos postulados, trabajos y conferencias iban en contra de lo que predicaba el partido comunista ruso, paladín de la «ciencia». Eso no lo podían consentir en el «país de la libertad».
Como tampoco nos enteramos del calvario que tuvo que pasar el científico Alexander Friedman Ignatievna (1888-1925), que en 1922 se atrevió a cuestionar, nada más y nada menos, que a Albert Einstein y sus famosas ecuaciones de la relatividad general, en las que éste contemplaba la solución para un universo estático, sin comienzo ni fin. Hay que advertir que Friedman era el matemático ruso más capacitado de su época y, por si le faltara algo, contó con la colaboración de Jacob Tamarkín (1891-1941), otro gran matemático. Ambos llegaron a contradecir al gran sabio alemán, insinuándole que estudiase bien sus propias ecuaciones, pues de ellas no se deducía un universo estático como creía él, sino dinámico, con un principio y un fin.
Ante sus razonados argumentos, el famoso sabio alemán, un verdadero científico, tuvo que aceptar su error y darles la razón en un artículo publicado en la revista científica «Zeitschrift».
El trabajo de Friedman de que el Universo era dinámico fue posteriormente apoyado en 1927 por el abad Georges Henry Joseph Édouard Lemaitre (1894-1966), cuando éste planteó la hipótesis de la expansión cósmica del Universo a partir de un átomo primigenio. Era la base de la teoría del Big Bang. Posteriormente, en 1929, el astrónomo norteamericano Edwin Hubble, con la ayuda de un gran telescopio Wilson, observó la expansión de las galaxias, lo cual corroboraba empíricamente esta teoría. Otro ruso, George Gamow (1904-1968), ya emigrado a Estados Unidos, en 1948 desarrolló la hipótesis de cómo se formarían los primeros elementos básicos de la naturaleza a partir del átomo inicial del Big Bang. El colofón lo pondrían los jóvenes radio-astrónomos Arno Penzias y Robert Wilson en 1964, cuando, por casualidad, descubrieron la radiación de fondo cósmica, lo que les valió un Premio Nobel. La teoría del Big Bang estaba culminada.
…pero se habían olvidado del pionero, Friedman, así como de otros compatriotas suyos represaliados, torturados, enviados al «gulag» y, en ocasiones, hasta directamente fusilados como: Vladimir Fock encarcelado, Evgueni Perepelkine fusilado con 32 años, Matvéi Bronstein, fusilado con 32 años, Dimitri Eropkine fusilado con 30 años, Boris Númerov fusilado con 50 años, Maximilian Muselius fusilado con 54 años, Vsevolod Frederiks muerto a los 59 años tras 6 años `preso en un gulag, Innokenti Balanovski fusilado a los 52 años; Nikolái Kózyrev muerto a los 75 años deportado en un gulag.... Su único delito había sido asumir la filosofía de un Universo con un principio como proponía el Big Bang, lo que suponía un «golpe bajo» al materialismo dialéctico que imperaba en la Unión Soviética. Pero de todo esto no me enteraba por mi Big Ben. Ni, lo que es peor, muerto ya Franco, por mi televisor en color Vanguard. Y tengo la triste impresión de que los numerosos aparatos digitales de hoy tampoco sirven (ni servirán) para informarnos de este tipo de cosas.