El olmo del Marrubial antes de su trasplanteLa Voz

El portalón de San Lorenzo

El olmo de la Ronda del Marrubial

La gente, militares y transeúntes, no sabía dónde mirar, y si reír o llorar

A lo largo de la historia, el olmo común, o simplemente olmo (ulmus minor), ha sido una de las especies arbóreas más próximas al hombre mediterráneo. Sin ser un árbol cultivado por sus frutos, la facilidad del trabajo de su madera, a la vez flexible y resistente, así como la utilidad de sus hojas y ramillas como forraje para el ganado, motivó que se plantaran multitud de olmedas a lo largo de todos los pueblos y ciudades de nuestro país. También, por su bello porte ornamental y generosa sombra, formó parte de jardines y deslindó caminos y avenidas polvorientas. Monarcas como los Reyes Católicos, Fernando VI o Carlos III promulgaron leyes para incentivar su presencia en las plazas y para dar sombra al cansado caminante.

El árbol ha sido trasplantado en el jardín que llaman de los «teletubbies». Ojalá que el olmo arraigue en este nuevo hogar y sobreviva disfrutando del bullicio de los niños jugando.

De ser así, en este nuevo emplazamiento, como tantos abuelos que acompañan a sus nietos, seguramente tendrá un momento para recordar sus tiempos pasados en el Marrubial, y esto no es una exageración, porque un equipo de investigación de la Universidad de Oviedo ha observado cómo los árboles almacenan sus recuerdos y experiencias de vida.

Recordará que él ya estaba allí cuando comenzó la construcción del cuartel de Alfonso XII, luego Lepanto, en 1877. Y observó horrorizado cómo las obras desmontaron un pequeño cerro con sus cruces, situado justo enfrente de la Puerta de Plasencia (que tampoco estaba ya). Hasta este «calvario» una humilde Hermandad de San Lorenzo llevaba en Vía Crucis la bella imagen de un Nazareno. Ese Nazareno, de vez en cuando, también era sacado para bendecir las huertas que lo circundaban, o salía en rogativas por la lluvia. También salía para implorar por el agua un Cristo imponente, enorme, que se decía que había venido de América, y otra imagen de un Jesús preso, muy milagroso, al que llamaban el Rescatado.

En documentos del siglo XVI del Archivo Municipal y del Archivo de Protocolos se hace referencia a un «bosquecillo de olmos» en todo el «pago del Marrubial», que se extendía en dirección a la Fuensantilla y la Huerta Chiquita hasta la linde con el arroyo de las Piedras. Como curiosidad, este bosquecillo se cita en la bien documentada novela sobre la Córdoba medieval 'El tesorero de la Catedral'. Hasta los años 60 del siglo XX todavía permanecían numerosos ejemplares de olmos, hermanos de nuestro protagonista, por esta zona. Incluso los había junto al murallón árabe de la ciudad, si bien en esta acera estaban aislados y la mayoría huecos o en mal estado.

Los distintos intentos de urbanización que dieron lugar, primero al barrio del Amparo, con la calle San Acisclo como principal arteria, y posteriormente la populosa urbanización de Edisol, a mediados de 1970, acabarían con casi todos ellos, subsistiendo todavía algunos de forma muy precaria, secos o ya sólo tocones, junto a ejemplares de otras especies arbóreas, todos ellos situados de forma caótica en la acera terriza de la Ronda del Marrubial. También serán eliminados cuando se realice su ampliación.

Otros congéneres de nuestro olmo, más osados, habían llegado incluso a establecerse intramuros, por lo que la actual plaza del Cristo de Gracia se llamaba antes plaza o plazuela de los Olmos. Y se decía que hubo incluso un pequeño olmo, avanzado y solitario, que se implantó más allá, en una plaza que existía al final de la calle Buenos Vinos, a la que dio el nombre de plaza del Olmillo. Esa plaza desapareció al ampliarse la huerta de los Trinitarios.

Recordará nuestro olmo, mejor que nadie, las inundaciones que desde antiguo producían los arroyos cercanos, el de las Piedras y el de la Hormiguita o Camello. Vio en muchas ocasiones cómo la plazuela de los Olmos, o Jardín del Alpargate, se inundaba una y otra vez, hasta que el Ayuntamiento, al fin, tomó cartas en el asunto y optó por hacer una rotonda y elevar un tanto el jardín. Esto ocurrió en noviembre de 1886, y el importe de las obras realizadas por el maestro albañil Rafael Medina Trujillo importó 4.821 pesetas con 7 céntimos. Pero como no hay mal que por bien no venga, bastantes ladrillos que se confeccionaron para la construcción del Gran Teatro unos años antes (1871) salieron de los barros permanentes que producían estas inundaciones en el Marrubial.

Las bellezas de los barrios

Luisita Gutiérrez Gómez, belleza de San Lorenzo en 1924La Voz

Sin duda tuviste que ver pasando por la Ronda del Marrubial a la antigua romería que se dirigía al arroyo de Pedroches (y mucho antes al arroyo de las Piedras) en el día de la Candelaria. Te llamaría la atención aquel coche de caballos «Landón» propiedad del Ayuntamiento en donde montaron en 1925 a todas las jóvenes que habían sido elegidas como “bellezas" de sus barrios para que dieran colorido a aquella popular romería.

Este «Landón» había sido remozado por Francisco Luque Roldán, el tercero de la saga de los Matapalos, y tapizado por otra familia singular, los Estévez de San Pablo.

El elegante carruaje con las bellas señoritas salió del Ayuntamiento y recorrió San Pablo, Realejo, María Auxiliadora, Ronda del Marrubial, Fuensantilla y Arroyo Pedroches. Y me diría mi madre que fueron atronadoras las palmas que se oyeron en la calle Mayor de San Lorenzo (María Auxiliadora) cuando los que presenciaban el desfile pudieron distinguir entre aquellas jóvenes bellezas a su vecina de la casa nº 174, Luisita Gutiérrez Gómez, que iba en aquel cortejo como representante del barrio de San Lorenzo.

También otros recuerdos

De esos años 50 nadie te podrá negar, querido olmo, las veces que te llegaría el tufillo a pollo guisado, bien con arroz, al ajillo o en pepitoria, que el bar Pelitos, esquina con la calle Sagunto, ofrecía los fines de semana. Aunque un poco más lejos, también te llegaría el olor de Casa Litri (1975-1990) que regentaba la familia de Eduardo Tuirrado junto a la carretera de Almadén.

Tampoco se te escaparía detalle alguno de aquellos torneos de fútbol-sala que solía organizar Andrés Moriana en las viejas instalaciones de Talleres Molina, todo un referente en temas eléctricos y de pequeños transformadores. O el eco y la algarabía de los chiquillos de distintas generaciones, Patricio Carmona, Rafael Luque, Ana Pérez, Ángel Olmo... y muchos más del barrio, cuando jugaban a esconderse dentro de los troncos de aquellos olmos secos que existían junto a sus casas en la Fuensantilla. Y también, cómo no, la de veces que nosotros mismos fuimos como niños a la Ronda del Marrubial, o a Recauchutados Victoria, para que nos arreglaran los pinchazos de las pelotas, o a por corcho para los nacimientos en Corchos Santa Victoria.

De acontecimientos festivos has sido un privilegiado, y recordarás el tropel de gente que llevaba 'en borombillos' a un tal Pepe El Berrios que, como capitán del modesto equipo del Amparo, había ganado una copa en el partido final del Oratorio Festivo Salesiano organizado por don José María Izquierdo (1958). Habían ganado 3 a 1 contra un equipo formado por el El Pano, de la Nevería, denominado Los Once Valientes. Sin apenas darnos cuenta, todos llegamos a Villa Amparo a entregarle la copa a doña Amparo Belmonte Morante, que patrocinaba al barrio y al equipo, y la buena mujer obsequió a todo el mundo con platos de avellanas, patatas fritas, cortadillos de cidra, salchichón, huevos duros y queso, en unas mesas espaciadas por toda aquella zona ajardinada delante de la vivienda de doña Amparo. Incluso hubo hasta sangría y gaseosas para los más jóvenes. Todo un lujo para aquellos tiempos.

Y de fiestas, qué decir de aquellas riadas de gente que volvían tranquilamente de echar un perol en la zona del arroyo Pedroches, muchas de ellas entonando como podían el 'Asturias, patria querida' y con algún atinado solista que se subía a un árbol. De las romerías, como aquella antigua de la Candelaria, que iba y venía también hacia el mismo arroyo por la Fuensantilla, o la de la Virgen de Linares, camino de la carretera de Almadén. O de las concurridas verbenas que la peña San Antonio, ubicada en la calle San Acisclo, solía celebrar en los solares de la izquierda al final de la avenida del Obispo Pérez Muñoz, hoy Ollerías.

Son tantos recuerdos que debemos acabar, pero no me resisto a comentarte dos edificios que, por tu situación privilegiada, han sido sin duda referentes en tus últimos años. En 1971 fuiste testigo de cómo, justo enfrente de ti, se hizo realidad la idea del trinitario Padre Manuel Fuentes Porrero de fundar un colegio en las primitivas instalaciones del convento. Por tratarse de un hombre muy querido contó con innumerables colaboraciones de las que voy a citar sólo unas cuantas: el Padre Vicente, Dolores Castro, Juan Luque, Pilar y Mari Tere, Luis Poyato o José Luis Jaén. Fueron años muy duros, pero al final se pudo completar un espléndido colegio, uno de los grandes legados que nos dejó este hombre inolvidable.

Y sobre todo el cuartel, que tocabas con tus ramas, donde reinaba la disciplina militar y sonaba todos los días aquel cornetín de órdenes por medio de un cabo 1º Caramel, mientras muchos de los viandantes que transitaban por la puerta, en plan de respeto, se paraban a contemplar cómo se izaba o bajaba la bandera de España. A media tarde, este toque significaba la hora del paseo de la tropa, y por aquella misma puerta justo a tu lado salían todos los quintos del reemplazo a buscar la distracción o el sosiego.

Muchas historias guardan los restos de ese cuartel, algunas de ellas tristes, como las partidas de destacamentos para luchar en las guerras en Cuba o África. Muchos no volvieron. O el traslado a Sevilla de todo el regimiento de Caballería en 1931 (cuyo alojamiento había sido el motivo de construcción del cuartel) por una orden absurda de Azaña, quedando prácticamente vacías las instalaciones. Al final de la guerra civil volvió a recobrar vida con el acuartelamiento de un regimiento de infantería motorizada.

Pero mejor terminar olvidando esas penurias y recordando con mejor semblante una anécdota tragicómica acaecida en el entierro en 1955 de un teniente coronel que vivía en los pabellones de viviendas dentro del cuartel. Seguro que verías salir al cortejo en formación con los monaguillos, los sacristanes y los tres curas con toda su solemnidad. Bajo un silencio militar que se podía cortar, encaraban por la Redonda (no existía la avenida de Barcelona) hacia el cementerio. Al poco de salir del cuartel el silencio se interrumpió cuando un tal Mariano, repartidor del vino de la Bodega El Pelotazo, seguramente más 'achispado' de la cuenta, lanzó el tremendo grito de «¡Viva el Látigo Negro!» en alusión al cura don Juan Novo González, que siendo el párroco de San Lorenzo presidía aquel ceremonioso acto. La gente, militares y transeúntes, no sabía dónde mirar, y si reír o llorar.

Era la primera vez que se pregonaba a las claras el mote por el que se conocería para siempre al párroco, que le había adjudicado Antonia Aguilera, una mujer mayor de San Lorenzo, porque por su carácter serio, su gran altura y vestido siempre de negro, le recordaba al personaje protagonista de una película del oeste de cierta notoriedad de aquella época que se llamaba así, 'El Látigo Negro'. Me da, querido olmo, que en tu fuero interno te estuviste riendo un buen rato.