Cartilla del seguro de enfermedad

Aquella sanidad de los años 1940/50

Esa situación tan precaria cambió de forma exponencial desde mediados de esos mismos años cincuenta y especialmente en los sesenta

La Escuela Primaria de las Costanillas, ubicada enfrente de la calle Hornillo, posteriormente Grupo Escolar Luciana Centeno, solamente contaba con dos clases, y en una de ellas estaba como profesor don Jacinto Luque. Un día de 1952, dando clase, explicó a sus alumnos que el alcanfor era un producto con ciertas propiedades antimicrobianas y preventivas, por lo que ya en la antigüedad se utilizaba su madera en los barcos, por ejemplo, contra las ratas.

Pero esta lección del ámbito escolar, completamente cierta, saltó a la calle con cierta deformación por el boca a boca, y al final llegó a insinuarse que dicho profesor había hablado de la utilidad del alcanfor contra el virus de la poliomielitis, que esos años se había presentado como epidemia y azotaba las calles de Córdoba.

Las bolitas de alcanfor

El rumor se extendió como la pólvora por todo ese barrio popular, siendo replicado a través de los colegios Salesiano, Escuelas Pías del Pozanco, Jesús Nazareno, Escuela Nacional de San Andrés... Así que nuestras madres, que habían pasado toda la epidemia de meningitis de 1950, ahora con esta de 1952 les faltó tiempo para ponernos a todos colgando del cuello una bolsita con tres bolitas de alcanfor. Y menos mal que no nos las dieron para comer.

Por estas fechas, a pesar de los bloqueos y otras secuelas de la guerra, tras la visita del presidente Eisenhower, 'Ike', algo empezó a cambiar poco a poco en España. Llegaba la ayuda americana con la leche en polvo, el queso y la mantequilla. Eso sí, el pueblo español, siempre tan punzante, se quejaba en sus coplas populares de que nuestro aceite de oliva se iba para los americanos.

En honor a la verdad, hay que reconocer que este aporte calórico de la ayuda americana nos vino muy bien, porque gran parte de las enfermedades, sobre todo en la infancia, se agudizaban por la desnutrición, si es que no era ésta su origen. Como primer efecto, al menos visual, fueron desapareciendo las pupas y los sabañones, tanto en los chiquillos como en los mayores.

En mi barrio todavía recordamos a doña Piedad Candel, aquella licenciada de farmacia que, en la calle Montero, en la casa de La Sarapia, atendía a todas las personas que se le acercaban cualquier día, festivos incluidos, o a cualquier hora, a veces intempestivas. Íbamos allí diciendo que estábamos resfriados, cansados, nos dolían las muelas o algo por el estilo, y ella casi siempre recomendaba a nuestras madres: «Que se tome un calmante vitaminado con leche, y si no mejora mañana que vaya al médico”. La realidad es que en la mayoría de las ocasiones esta «atención primaria» tan básica funcionaba, y no había que ir al médico. De todas formas, por si el calmante y la leche no fueran suficientes, también solía recetar el famoso Optalidón, que se vendía como rosquillas.

Los médicos

Si se considera que un gremio no ha sido suficientemente reconocido por su labor quizás deba ponerse entre los primeros de esta lista a los médicos de esos años cuarenta y cincuenta del siglo XX. Ayudaron con todos sus conocimientos y fuerzas para atender a una numerosa y desamparada población infantil, afectada por situaciones extremas de brucelosis, meningitis o poliomielitis, con un sistema sanitario mal dotado, escaso e incompleto, sin apenas tener acceso a la mayoría de las medicinas o aparatos más modernos.

Estos profesionales, especialistas para todo, desarrollaban su trabajo por lo general en su propio domicilio. Me olvido de muchos, pero quiero recordar y reconocer aquí a Nicolás del Rey, Pedro Pablo, Emilio Aumente, Fernando Ansotorena, Emilio Luque, Rafael Pérez Soto, Fernando Marín, Antonio Hidalgo, Manuel Pastor, Francisco Calzadilla, Rafael Pesquero, Antonio Manzanares, Antonio Kindelán, Segundo López Mesa, José Chacón, Carlos Aguilar, etcétera. Gracias de corazón a ellos y a sus ayudantes, mujeres y hombres. Todos lucharon como jabatos sin apenas recursos.

Los medicamentos

En aquella época no había necesidad de recurrir a los «genéricos» ni decidir entre infinidad de marcas comerciales, pues existían muchos medicamentos generales «para todo» (como las vitaminas citadas), o se contaba con sólo uno, o unos pocos, para tratar enfermedades y dolencias específicas.

Hay que recordar que en los quirófanos se solían utilizar una mascarilla de alambre que se te colocaba encima de la cara y con un paño o tela que se le ponía encima, solían echarte unas gotas de cloroformo para anestesiarte.

Es curioso que una especialidad tan compleja como es la neurología (aunque no se separó de la medicina interna hasta los años setenta) tenga desde aquellos lejanos años medicamentos legendarios ya consolidados, como el Fenobarbital, para tratar el párkinson, y la Fenitoina, para los ataques de epilepsia. Muchas de las dosis de estos medicamentos tan complejos entraban de contrabando por Gibraltar. Para los ataques histéricos, sin embargo, tan frecuentes en las casas de vecinos, la solución era algo más simple: consistía en tender al afectado en el suelo y se le daba a oler algo de amoníaco, «jabón de palo» o vinagre.

En 1948 visitó nuestra ciudad Alexander Fleming, el gran hombre descubridor de la penicilina, que salvó a buena parte de la humanidad. La ciudad de Córdoba, después de muchos homenajes, incluida una comida en el Monasterio de San Jerónimo de Valparaíso, le regaló un sombrero cordobés a los gritos de «torero, torero». De aquellos antibióticos iniciales, quién no recuerda a la Vibracina como 'estrella' de aquellos tiempos.

Sin tener que recurrir a los antibióticos, que eran ya todo un avance científico, otros medicamentos (a veces lo de medicamentos entre comillas), así como infinidad de remedios caseros que venían desde siglos atrás, servían entonces (o al menos se pensaba que servían) para tratarnos innumerables problemas de salud:

Las inyecciones de Gaseosan contra cualquier inflamación, especialmente de las muelas. Dolían una barbaridad.

Ante los dolores inconsolables de menstruación de sus hijas las madres recurrían a la llave al rojo vivo, sumergida en vino para, después de un pequeño hervor, darle a su hija ese brebaje.

La Belladona se tenía como remedio contra la infección de paperas, tan frecuente en los niños. Se vio pronto que era ineficaz.

Las escoceduras se curaban ligando un poco de aceite de oliva y un poco de agua con sal. El Alerku, pastilla alemana, se usaba contra cualquier tipo alérgico o alteración de la piel.

El Ceregumil resolvía la inapetencia de niños y mayores. También ocupaba un puesto destacado el famoso Hepalón-Fuerte, como ayuda y reconstituyente de muchos estados carenciales. Igualmente, es justo recordar a la Quina San Clemente, para abrir los apetitos y aportar hierro en las personas que lo necesitaran.

Asimismo, para tratar la carencia de muchas vitaminas (que, entre otras afecciones, daba lugar a pupas y granos) se acudía a las boticas a por piedra azul (sulfato de cobre) la cual, bien molida y en dosis adecuadas, se añadía en forma de polvo en el baño de lata de los niños. Las pupas mejoraban sensiblemente.

Para combatir los famosos sabañones se usaban friegas... de la propia orina, la cual también se usaba contra los hongos de los pies.

Para los dolores localizados estaban las ventosas y los parches Sor Viginia. Para los musculares, o traspiés de huesos, el 'Tío del Bigote'. Y quién no recuerda al Carudol, del que se decía que trataba toda clase de dolores.

Linimento de Sloan

Cuando un hijo tenía problemas de 'pitos' en sus bronquios se solía recurrir al eucalipto. En mi barrio se cogían sus hojas del gran patio con ejemplares de dicha especie arbórea en el Colegio Salesiano. O bien se pedía al médico que recetara ampollas de aceite balsámico. Para los problemas respiratorios también se iba al Viaducto, para inhalar el 'benéfico' humo de las locomotoras.

Quién no recuerda el simpático yodo, como tintura que nuestras madres utilizaban para pintarnos una 'reja' en el cuerpo. Protegían de los resfriados y los enfriamientos de un día para otro. Y para la ronquera nada mejor que un papel de estraza, mojado en aceite y recalentado, que se ponía en la garganta. Para tratar las faringitis, como hoy se sigue haciendo, eran buenas las gárgaras con limón o con bicarbonato.

Cuando alguien tenía lo que en aquellos tiempos se llamaba un 'atraganto de empacho' solía tomar para limpiarse aceite de ricino. Cuando encontrabas en la casa a alguien que tuviese vómitos lo inmediato es que se le diera agua de cal, rebajada convenientemente. Al menos cortaba la vomitera por el momento. El subnitrato de bismuto también se usaba para los padecimientos del estómago.

Para los estreñidos de siempre, además del agua caliente en ayunas, o el café de granzas, venía de maravilla el Laxante Bustos. En sentido contrario, las diarreas se trataban con Tanalvina. Luego vinieron los papelillos de Tanagel.

Laxante Bustos

También hay que hablar de las famosas hidracidas, aquellas pastillitas que se pensaron en un principio como terapia de los tuberculosos y que luego se reconocieron sus efectos para dar belleza, contenido y volumen al cuerpo de las jovencitas. No hay mal que por bien no venga.

No hace falta mencionar al Piramidón, la más moderna aspirina Bayer o los citados Calmante Vitaminado y Optalidón. Eran moneda habitual esos años.

Para ir terminando, quisiera recordar aquellas inyecciones de color blanco, de calcio, que nos daban a puñados en los ambulatorios. Servían para reponer todas las defensas de los huesos. A la par, también nos inyectaban otras, de color oro viejo, que se llamaban vitaminas, para darnos fuerzas.

De niño, tenía que ir para que me pusieran estas inyecciones desde San Lorenzo hasta la calle Colombia, en la Huerta la Reina. Seguramente, la larga caminata ya tenía efectos beneficiosos en la salud. Una practicante, muy guapa por cierto, las pinchaba. Con el paso del tiempo nos pusieron algo más cerca al practicante, en la calle Tejón y Marín, junto a la Zona de reclutamiento para la mili.

Esta era la medicina heroica de mis tiempos de la infancia. Afortunadamente, aquella situación tan precaria cambió de forma exponencial desde mediados de esos mismos años cincuenta y especialmente en los sesenta. Se construyeron muchas residencias sanitarias y ambulatorios en todas las provincias españolas, con más médicos, medicinas y equipos cada vez más modernos. Los españoles alcanzaban, por fin, una asistencia sanitaria equiparable a la que se pudiera recibir en cualquier país europeo, y con el tiempo posiblemente los superó.

Y es que al parecer en aquellos tiempos había dineros para todas estas cosas, e incluso para la construcción de pantanos. Ahora, todo el dinero es poco, solamente para pagar a tanto político y sus asesores, e incluso para compensar las enormes exigencias económicas de los partidos que firman cualquier pacto de investidura.