El portalón de San Lorenzo
La historia de la torre de los Perdigones
Las calles del barrio se empezaron a despoblar, cerraron comercios, y se perdió el ajetreo diario, la vida en pocas palabras
El 5 de octubre de 1884 la prensa de Córdoba daba cuenta del comienzo de una nueva industria local con el siguiente anuncio:
«El señor don Tomás Recaredo de Obregón, de Santander, ha abierto de cara al público la fábrica de perdigones y balas que con actividad y constancias dignas de consideración ha construido en el barrio de las Costanillas de esta ciudad. Varios aficionados a la cacería han elogiado la perfección con que resultan elaborados dichos artículos. Celebramos que se aumente en nuestra capital los ramos de la industria».
La fábrica había sido construida en la casa número 13 de la calle Rinconada de San Antón (hoy de San Antonio), que en la práctica era un amplio y espacioso huerto situado al final de la misma. Las instalaciones no se llegaron a realizar tal como se habían previsto inicialmente, tal como puede apreciar en el plano del proyecto que hemos localizado en el Archivo Municipal. A la torre no se le llegó a anexionar el moderno edificio proyectado con ventanales y dos plantas.
En la fábrica trabajaban seis personas en un proceso industrial muy básico: el plomo se fundía en un horno situado en la parte superior de la torre y mediante caída libre desde arriba se conseguía la forma esférica de la munición. Con ello este empresario cántabro no hacía nada más que replicar un procedimiento que ya se utilizaba con éxito en países como Inglaterra, Australia, Francia o Alemania, así como en otras ciudades españolas, de las que Sevilla es el ejemplo más cercano con una torre similar.
Cada vez que se fundía en la fábrica cordobesa se solía hacer en un crisol de seis kilos de plomo, el cual, una vez fundido y todavía en estado líquido, se precipitaba por un embudo tolva de metro y medio de diámetro con orificios ajustables por los que penetraba el metal fundido y se precipitaba hasta llegar abajo del todo, a una especie de garlito o trasmallo a modo de canastilla que, previamente introducido en agua, enfriaba y recibía las bolitas de munición obtenidas. No hace falta decir que la medida de la munición dependía del tamaño de los orificios del colador que se pusiera en la tolva superior de la torre.
Al día se solían hacer cinco coladas fundidas por la mañana y cinco por la tarde, con lo que podía suponer de 50 a 60 kilos diarios de plomo, que en un alto porcentaje provenía de chatarra o material de desecho.
En las pequeñas instalaciones anexas a la torre se procedía al llenado de los cartuchos que, con varios calibres, se vendían al público en el establecimiento que la familia del empresario instaló en la calle Gutiérrez de los Ríos (Almonas), entonces una de las más comerciales de Córdoba. Aparte del mercado local, un buen porcentaje de la producción se enviaba a Madrid o al País Vasco. Además, bastantes clientes adquiría la munición suelta y ellos mismos rellenaban sus cartuchos, ya que era raro el cazador que no disponía de su propia máquina para esta tarea.
Era tanta la afición a la caza por aquellos años que, con el tiempo, seguirían abriéndose negocios de este tipo, incluso con métodos mucho más rudimentarios que los de la torre de los Perdigones. Así, en la calle Nacimiento del barrio de la Ribera, aun en 1920, un tal Antonio Ortiz Plata montaba en la casa número 3 un tinglado bastante artesanal para producir munición. Su instalación constaba de un simple pozo y una pequeña tela metálica a modo de cazo, y se llevaban a cabo unas seis coladas de plomo, también en su mayoría proveniente de los chatarreros que acudían allí para vender. Varios familiares con una simple especie de tabla inclinada llevaban a cabo la clasificación de la munición. A pesar de la modestia de esta instalación industrial allí acudía gente de toda Córdoba, e incluso de la provincia, para comprar munición por kilos que luego rellenaban por sí mismos.
Volviendo a nuestra torre de los Perdigones, hay que señalar que ese primitivo huerto de la casa número 13 era muy extenso y llegaba hasta las Costanillas. Sobre parte de su solar original, el que daba a esta calle, se levantaría el colegio que en 1957 recibió el nombre de Luciana Centeno, cerrado hace algo más de una década por falta de niños en el barrio (una tragedia) y recuperado no hace mucho para uso vecinal. En otra parte del huerto se estableció una vivienda para los porteros de la fábrica.
En 1925 consta otro dueño de las instalaciones y de lo que quedaba del huerto, Ramón Jiménez Roldán, que solicitó abrir una cochera desde éste a la calle Juan Tocino. Tras la guerra, en 1941-42, todo pasaría a ser propiedad de Enrique Ariza Carrasco que pidió permiso para arreglar las cubiertas de lo que ya era una vetusta instalación. Muy poco después, en el año 1945, surge otro nuevo propietario del huerto y las pequeñas instalaciones que aún subsistían, Juan Moreno Rodríguez, que solicitó del Ayuntamiento elevar la parilla de separación con la calle Juan Tocino a la altura de metro y medio. A este mismo propietario se le autorizaba a abrir una puerta a esta calle, la primera comunicación que consta de la torre con la calle Juan Tocino.
En 1957 y con proyecto nada menos que del afamado arquitecto don Carlos Sáenz de Santamaría se presentó ante el Ayuntamiento un proyecto para construir una nave de cuarenta metros cuadrados, que pasaría por ser un taller de platería y luego, con los años, un almacén de aceitunas. Al final todo desapareció cuando a finales del siglo XX se comunicó la Rinconada de San Antonio, donde estaba la entrada de las primitivas instalaciones y el huerto, con la calle Juan Tocino, y en el solar entre ambas se levantó una serie de casas adosadas de Vimcorsa, eso sí, respetando una ya aislada «torre de los perdigones», que incluso fue restaurada y remodelada posteriormente, en 2002. Si pasan hoy por ahí verán cómo hace tiempo que un gamberro la ha pintarrajeado, y por lo que se ve nadie de Sadeco (hay una centro de recogida de basura en la misma calle) o del Ayuntamiento se ha dado por aludido ni ha mostrado el menor interés por limpiar este elemento protegido de nuestro patrimonio. Estarán en otras cosas más importantes.
El nombre de la calle Juan Tocino
La calle Juan Tocino, con la que hoy día relacionamos la torre de los Perdigones (aunque, como se ha visto, ese honor debería corresponder a la Rinconada), es una calle muy antigua cuyo nombre da lugar a un equívoco muy generalizado.
El error, arrastrado por muchos y buenos historiadores locales, es que el nombre lo relacionan con un personaje destacado en el llamado «motín del pan” de 1652. Así, en los 'Paseos por Córdoba' se dice: »Entonces fue cuando se dieron más a conocer Juan Tocino y el «Tío arrancacepas», que capitaneaban parte de aquella gente y de quienes tomaron nombres dos calles».
Suena poético y popular… pero el nombre de la calle no viene de este cabecilla (si es que existió) de la rebelión del XVII.
Porque consultando documentos del Archivo de Protocolos, gracias a la gentileza de Alicia Córdoba, su directora, en los siglos XV y XVI, aparte de citarse una Barrera del tocino ubicada entre la Magdalena y San Andrés, ya se habla expresamente de una calle denominada con todas las letras Juan Tocino que estaba situada justo en el límite entre la collación de San Llorente (San Lorenzo) y Santa Marina, tanto que unas veces viene en los documentos que pertenece a una parroquia y otras a la otra. A veces, salomónicamente, cada parroquia tenía una acera: la de los pares pertenecía a San Lorenzo y la de los nones a Santa Marina. No hace falta apuntar que todas estas precisiones despejan cualquier duda de que nos estamos refiriendo a la misma calle Juan Tocino de hoy día.
También en los padrones antiguos del Ayuntamiento de Córdoba que se encuentran digitalizados podemos observar en el titulado Padrón de fecha 1509-1625, en la página 280, lo siguiente: "Empadronamiento de todos los vecinos de esta ciudad desde los 18 años hasta de 50 años para servir a S.M. en la campaña de Portugal. Santa Marina, 1580”. Ya en detalle, en la página 297 aparece la calle Juan Tocino y se relacionan a una serie de señores vecinos de la misma, algunos con el armamento del que disponían, porque todo sería aprovechable:
«Bartolomé de Barajas, indicando que tiene una espada, Bartolomé Ruiz, Alonso Ruiz de Ortega, una lanza; Miguel Ximénez; Francisco de Ribera,una espada; Francisco de Estrada; Julio Ruiz, una espada; Benito Ruiz, Juan López, una espada; Francisco Fernández; Bartolomé Ruiz».
También en el padrón de 1625-1655, en su página 223, con un membrete oficial que especifica la fecha de «Mil Seiscientos Cuarenta» (por tanto, algunos años antes del motín) al citarse la relación de vecinos de la collación de San Lorenzo de nuevo aparece la calle Juan Tocino (que esos años había pasado a la jurisdicción de esta parroquia), inmediatos a los de la calle Obispo Blanco, topónimo muy antiguo desaparecido difícil de precisar, pero que en todo caso estaba en el entorno Piedra Escrita-Costanillas.
Para no alargar más terminaremos con la cita más antigua, por ahora, de la calle Juan Tocino, casi dos siglos antes del famoso motín. Es un documento del Archivo de Protocolos que expone, en un magnífico trabajo de investigación, María Graña Cid. Está fechado en 1484. Aún no se había ni descubierto América y gobernaban los Trastámara.
"1484, septiembre, 1. Córdoba.
Diego Carrillo, veinticuatro de Córdoba, vecino en la collación de San Juan, vende a Juan de Valenzuela, veinticuatro de Córdoba, vecino en la collación de San Lloreinte, una casa molino de pan con cuatro piedras en el arroyo Pedroche, tres pares de casas en la collación de San Lloreinte cerca de la Puerta de Plasencia, otro par de casas en la calle de la Humosa en linde con el Hospital de San Martín (Ermita de las Montañas), y la calle del Montero, y otro par de casas en la calle de Juan Tocino, por 76.500 maravedíes.
Archivo de Protocolos de Córdoba. Oficio 14, n. 17-248".
Los vecinos de la calle
Las calles de nuestro casco histórico no se pueden definir ni entender si no se habla de sus gentes, de aquellos que les dieron vida. Si no, la descripción es poco más que un decorado turístico de cartón piedra. Y en este sentido la calle Juan Tocino no es una excepción.
Así que, mirando hace unos años los padrones municipales, descubrí por casualidad que en la casa número 3 de la calle Juan Tocino vivieron la mayor parte de su vida Rafael Estévez Toledano y su esposa María Ávila Valverde, mis tatarabuelos. También, en la casa número 7, su hijo Salvador Estévez Ávila y su mujer Ana Cobos, alrededor de 1885.
Pero, más allá de estas anécdotas limitadas a mi ámbito familiar, han sido otros personajes y vecinos de la calle Juan Tocino o de los alrededores los que crearon su pequeña historia que yo conocí. Como los amigos apodados El Lápiz, Lentejas y Faíco. O El Mangui, un hombre de los que ya no quedan, que compaginaba su afición de cantaor (todavía se oirán sus ecos en lo que fue el Zoco) con aquellos combates de boxeo en las mañanas domingueras del Cine Córdoba Cinema (en el Arroyo de San Lorenzo). En una de sus peripecias pugilísticas, tras un gran triunfo fue llevado a su casa en hombros por la calle Dormitorio adelante. Al llegar a la puerta de la taberna Casa Fermín, ya fuese porque los que lo portaban a hombros, cansados, no sabían qué hacer, o por simple broma, alguien de su confianza gritó: «¡Al pilón!»... y al pilón de la fuente de la Piedra Escrita fue a parar el bueno de El Mangui. Sacarlo de allí con todo lo que pesaba fue una labor bastante complicada.
También estaban las hermanas Calderón Trujillo, que conocieron toda la evolución del huerto y la «torre de los perdigones». Y cuando se comunicaron después de la remodelación de finales del XX Juan Tocino y la Rinconada de San Antonio (o de San Antón, y en documentos antiguos incluso de San Agustín) allí se instaló Miguel Escudero Melero, platero de profesión y un cordobés entrañable que amaba y que conocía todo ese entorno como pocos. De él tuvimos la suerte de aprender muchas anécdotas del barrio y también de la plaza del Moreno, que conocía al dedillo por su gran afición a los toros. Tenía la costumbre, como decía él, de visitar todos los días a "su amigo”, el Arcángel San Rafael, al que visitaba en su iglesia del Juramento.
También en esta calle de Juan Tocino vivió los últimos años de su vida el zapatero y excelente persona Francisco Núñez Conde, al que todo el mundo conocía como Curro El Sopo por un defecto que tenía en sus pies. De joven tuvo el taller en la calle Ruano Girón, en el amplio portal de la casa de José María Campos Moya, tan amplia que en el lado izquierdo de la misma se aprovechaba el espacio con una pequeña tasca de medios y bebidas que atendía Barbudo, el hombre que trabajando en la Electromecánicas solía echar aquí las horas extras para sacar un dinerillo. Y es que la gente de entonces sacaba horas de donde no había.
El «teatro leído»
Después Curro trasladó el taller en la misma calle, junto a la casa de los hermanos Santos Iglesias (hoy Casa de Hermandad de Ánimas). En ese local, durante los años 1970-1990 por las tardes solía montar auténticas sesiones de «teatro leído». En torno a su mesa de trabajo se juntaban tres o cuatro abuelos que disfrutaban con las novelas de Marcial Lafuente Estefanía que les leía en voz alta como nadie Miguel Serrano, el simpático Artillero. Con la garganta Miguel modulaba aquellos relatos del clásico Oeste americano, asignándole a cada protagonista de la novela su voz propia y adecuada, además de imitar todos los sonidos posibles. A los que escuchaban el relato les faltaba poco para echarse manos a las cartucheras y casi se respiraba el humo del revólver.
Para no ser menos que tantos otros, Curro también hacía labores de pluriempleo cantando el bingo en la taberna La Paloma situada en la esquina de las calles Cárcamo y Costanillas, enfrente de Casa Fermín. Esta taberna, como parece que era una regla no escita en esa Córdoba, era propiedad de un gallego que la tenía alquilada. A pesar de las prohibiciones, mucha gente acudía a jugar allí a la lotería, que es como siempre se llamó al bingo, y si alguno ganaba algún dinerillo podía contratar a alguno de los tres o cuatro betuneros o limpias que, todos con su mote particular, en los días festivos se ofrecían a lustrar los zapatos «de estreno» junto a la Piedra Escrita: El Conejo, El Marchena, El Ojitos o El Viudo...
Pero se acabó la lotería, se acabó La Paloma, Casa Fermín y la pequeña taberna de Barbudo. Las calles del barrio se empezaron a despoblar, cerraron comercios, y se perdió el ajetreo diario, la vida en pocas palabras. Desde su última vivienda en Juan Tocino Curro El Sopo echaba mucho de menos a El Tinajas, El Guapo, El Corneta y El Artillero, los compañeros de aquella maravillosa tertulia de “teatro leído». Muchas veces lo pudimos ver en sus últimos años en su silla de ruedas sentado pacientemente en el portal de su casa: «Manolo, aquí estoy sentado con la esperanza de que pase alguien que me conozca y poder charlar algo con él». Porque la torre de los Perdigones, alta y desafiante, sigue en pie, afortunadamente, pero se nos van yendo aquellos que eran tan importantes como ella.