Entierro de Julio Romero de Torres

Entierro de Julio Romero de TorresMuseo de Bellas Artes

El portalón de San Lorenzo

El puentecito de San Rafael

Antes de construirse en 1874 el Cementerio de San Rafael, en la haza La Gitana, sobre su solar pasaba el histórico arroyo de las Piedras o de las Peñas

Escuchando la copla de 1950 que Antoñita Moreno dedicó al entierro del pintor cordobés Julio Romero de Torres (1874-1930), cuyos autores son Ramón Perelló y Monreal, se menciona en una de sus estrofas al Puentecito de San Rafael.

Muchas personas imaginarían que se refiere al gran puente de este nombre que une la avenida del Conde de Vallellano con la plaza de Andalucía, pero no es el caso, porque éste no existía aún en 1950, y además poco tendría que ver con el trayecto final del pintor al acercarse al Cementerio de San Rafael.

En realidad este Puentecito de San Rafael de la copla era sólo uno más de los que, como simples pasos de agua o de cuneta, jalonaban el trayecto de Córdoba a Alcolea por la antigua carretera a Madrid Nacional IV, todos ellos con barandillas en tubo redondo pintadas de rojo y blanco. Así, otros puentes similares se localizaban en la Choza del Cojo, la gasolinera de San Carlos, el arroyo de Rabanales, la gasolinera de Las Cigüeñas o en la entrada a Alcolea. Lo que ocurre es que al estar aquél próximo al cementerio, más o menos a la altura de donde estaban la fábrica de pieles de Manuel de la Torre y los Talleres Molina (actualmente hay por allí una oficina de la Caja Rural) se le puso en la copla el apelativo de San Rafael, por el nombre del camposanto.

Evidentemente, poca historia podría haber tenido este puente si no llega a ser por la canción que lo inmortalizó, aunque aun así algo podemos contar de él. Por ejemplo, que en los años 40 era habitado regularmente en los veranos por la familia de los Los Salpullíos. O que en 1918, según nos contó Antonio Gutiérrez Gómez, 'El Chanfli' (1898-1965), simpático aficionado al mundo del toro, él mismo permaneció todo un día escondido en su interior huyendo de su padre, que lo buscaba para recriminarle por haberse «dejado la coleta» para torear.

Antes de construirse en 1874 el Cementerio de San Rafael, en terrenos de la haza La Gitana, sobre su solar pasaba el histórico arroyo de las Piedras o de las Peñas. Después de construido el cementerio, el arroyo, que venía por una explanada al otro lado de la carretera bordeando una fuente-abrevadero de mala factura, cruzaba la Nacional IV por el Puentecito de San Rafael (a 60 metros de la fuente), esquivaba el cementerio, y seguía ya aguas abajo por el llano de la Fuensanta y el cañaveral de Porras, para encontrarse con el arroyo de Santa Matilde y desembocar juntos en el Guadalquivir.

Letra de 'Puentecito' (1950)

En 1948 el arroyo de las Piedras fue embovedado a su paso por el Estadio de Lepanto, no pasando ya por la Viñuela al aire libre. Pero quedó la tendencia natural del agua de escorrentía de circular por su antiguo cauce. Tanto es así que la explanada que rodeaba la citada fuente-abrevadero siempre estaba convertida en una laguna impracticable en los inviernos lluviosos de 1940-65. Para colmo, la entrada al embovedado en la zona de calle Cinco Caballeros se taponaba con materiales de derribo que se tiraban sin ningún control, y el agua del arroyo, sin posibilidad de seguir su curso, se desviaba en forma de riada hacia cotas más bajas, como la zona de San Lorenzo. Esto se arregló desviando el arroyo aguas arriba hacia la nueva avenida de Carlos III. Finalmente, con la apertura de la avenida de Barcelona desaparecieron la fuente-abrevadero (en 1973) así como el Puentecito de San Rafael de nuestra copla.

Una foto del entierro de Julio Romero de TorresArchivo Municipal

El 'recorrido final' de Julio Romero de Torres

Históricamente, el cementerio de las personas ilustres y famosas de Córdoba, la gente de postín, era el de la Salud, así que el sepelio de Julio Romero de Torres seguramente fuese el más sonado de todos los acaecidos en el de San Rafael, bastante más humilde en sus 'ocupantes', aunque allí ya reposase el gran don Teodomiro Ramírez de Arellano.

El entierro del pintor, el 10 de mayo de 1930, partió de la parroquia de San Francisco. De los Patios de San Francisco, llenos a rebosar, siguió con destino al Ayuntamiento por la calle de la Feria arriba. Después del Ayuntamiento, donde recibió públicos homenajes, subió por las calles Nueva (Claudio Marcelo), Gondomar y Gran Capitán, y desde allí fue llevado hasta la famosa plaza del Cristo de los Faroles, en la que el pintor se había inspirado para su famoso cuadro de la saeta. Un coro puso notas musicales al acto y la muchedumbre se embriagó con emoción contenida.

Las mujeres que fueron sus modelos formaron una tribuna de duelo con sabor a Córdoba. Más adelante, fue impresionante su paso por el abarrotado Realejo, camino ya del cementerio. En el larguísimo cortejo, tras varias presidencias de honor, circulaban unos veinte coches portando como única carga multitud de coronas llegadas de toda España y muchos sitios del extranjero. Se recitaron poemas líricos, así como palabras de homenaje a cargo del catedrático Antonio Jaén Morente (1879-1964):

«Bellas mujeres por tu magno pincel creadas, las de las carnes pálidas y morenas, las de cera y llama a la vez, la de los senos palpitantes y virginales semejantes a las palomas en su nido, las de las moradas ojeras como la flor del lirio, labios levemente fruncidos que temen y desean el beso. Maestro Julio: Si es verdad que al traspasar los umbrales de esta vida el artista va precedido de la obra que creó, ¡qué magnífico cortejo de mujeres te llevas!»

En Córdoba, sólo el entierro de Manuel Rodríguez Sánchez, 'Manolete', pudo compararse a este duelo de toda la ciudad.

Testigos en el 'recorrido final' (1945-1965)

Al enfilar las comitivas de los entierros el 'recorrido final', ese trayecto entre Puerta Nueva y el cementerio, se producían una serie de escenas típicas y reiterativas entre los llantos de los familiares y conocidos del finado. Por la taberna de Casa Chaleco, propiedad de Fernando Fernández (suegro de Pedrosa, antiguo jugador del Córdoba), los clientes apostados en la puerta, con su medio cogido en la mano, solían decir, «¡otro!» y «¡toca madera!». Y se agarraban con más fuerza que nunca a aquel catavino como si les fuera la vida en ello.

Enfrente, casi todos los trabajadores del Matadero Municipal (antiguo Hospital de San Lázaro durante la Edad Media, que luego Felipe II entregó a los Hermanos de San Juan de Dios) tenían un mote: estaban Los Cacerolas, El Manolillo, El Bicho, El Gallo, El Chiquilín, Blancas 'El Banderillas', Rafael González Alcaide 'El Pelajopos', El Paquirri, hermano de Ylli; El Mellao, hermano del Lolo; Pepín Garrido 'El Portero', padre del hombre de confianza de El Cordobés; el simpático Mudo, Pepín 'El Forraje', o el amigo Peña, el encargado, que además era el puntillero oficial de la plaza de los Tejares. Todos eran espectadores de excepción de los 'recorridos finales'. Otro testigo era aquel autobús número 8, al que le llamaban cariñosamente La Bombonera, que cuando llegaba a la esquina del Matadero paraba con todo el respeto y cedía el paso a la comitiva.

Este autobús de La Bombonera, con matrícula CO-5451 y motor Perkins, hacía el recorrido de Cañero - Pío XII. Era conducido por El Pavero, El Enamorado o El Pescaílla. A este último le correspondió vivir un accidente en el que La Bombonera, en vez de presenciar un entierro como era habitual, estuvo a punto de provocarlo. Fue un día en que yendo por los Santos Mártires (en el lugar exacto donde ahora está ubicado el puesto de churros) le fallaron los frenos de varilla, y ni siquiera pudo hacer la parada que tenía en ese lugar. El autobús siguió sin control ante el susto mayúsculo de los pasajeros, su chófer y el propio cobrador, que no era otro que el famoso Ezequiel, entrenador de juveniles del fútbol modesto cordobés. Mientras el chófer luchaba como podía con La Bombonera para intentar controlarla, el 'deportivo' cobrador abandonó el vehículo en marcha, estrellándose contra un árbol, por fortuna sin daño alguno grave. Por fin, El Pescaílla logró dar un volantazo y parar el autobús, frenado por la esquina del Seminario. Afortunadamente, salvo el lógico susto, no llegó a pasar nada serio. Menos mal, porque no cabe duda de que por la mente de todos pasaría el recuerdo de lo que aconteció aquel funesto mes de abril de 1964, en esa tarde de fútbol donde jugaba el Córdoba con el Levante y se precipitó por la Cruz del Rastro un autobús al río Guadalquivir.

Volviendo al tema que nos ocupa, más adelante del Matadero los trabajadores de García Márquez y Casas miraban por si conocían a alguien entre el cortejo, muchas veces con el bocadillo en una mano y saludando con la otra. A continuación estaban los empleados del taller de carros de Amador Naz Román, los que hablando en clave de dominó (juego en el que don Amador era un consumado maestro) solían decir con sorna: «A ese que va ahí le han ahorcado el seis doble».

Más adelante, tras el Fielato, se llegaba a la altura de la Casa del Tercio, cuyos numerosísimos vecinos, de un simple vistazo sacaban una rápida estadística del entierro, pasando lista de los lujos o miserias que acompañaban al pobre muerto. Después se pasaba por los almacenes de Amador Jiménez, de piensos y legumbres, que por todo anuncio tenía en la fachada de su nave un campesino con una enorme guadaña, que daba miedo verla y más yendo en la comitiva de un entierro. El posterior olor a flores hacía ver que se pasaba por la huerta de Fernández Peña, que precisamente recogía sus mayores frutos y ganancias en el mes de los difuntos.

Por último, viviendo en los aledaños y casas más cercanas al cementerio estaban Villalba el ebanista y sus agradables hermanas, doña Blanca, los hermanos Arias, los Barrera, los González, los Abán Cerro, los López Caballero, los Flores Otero, los Aguilar Méndez, etcétera. Y, cómo no, Medina, el lapidario.

Conforme se aproximaba la comitiva al Puentecito de San Rafael empezaba el coro de sacristanes a cantar el 'gori gori', canto que más que una oración fúnebre para el muerto era un aviso para que el campanillo de la espadaña del cementerio empezase a doblar su campana y de esta forma «llamar a tarea» a los sepultureros.

Se puede decir que este 'recorrido final' durante aquellos años lo hicieron miles de entierros, con cruz, monaguillos, sacristanes y curas incluidos. Antes del Concilio Vaticano II se acompañaba al muerto hasta la misma iglesia del cementerio. Allí, después de un responso, se hacía cargo del cadáver el capellán del camposanto, que vestido con un sobrepelliz «daba fe» ante los familiares de que se enterraba a su familiar. Simplemente la parroquia de San Lorenzo tenía una media de sesenta entierros en los meses de invierno y una media de veinte en los de verano. Y en todos ellos iba el párroco, acompañando en la fe los duros momentos para los familiares.

Los entierros en la historia

En un antiguo legajo de 1363 aparecen enumeradas y registradas las diferentes Obras de Misericordia, siendo la séptima la de «dar sepultura a la muertos», que la Iglesia y sus instituciones se asignaban como una obligación. Así, dentro del valioso caudal de información que supone la Colección Vázquez Venegas aparece un documento en este sentido, con el número 272, folio 114, cuya copia realizada en el año 1751 indica:

“1376, Abril, 21.

Estatuto establecido por los cofrades de Santa María de la Candelaria y del Monasterio de frailes de San Francisco de Córdoba, sobre asistencia a entierros de los cofrades y sufragios por los mismos.”

Años después, con fecha de 13 de septiembre de 1408, se redacta un resumen de unas Ordenanzas otorgadas por el obispo Fray Gonzalo de Illescas 'Sobre administración de sacramentos y entierros' el que se consideran entierros especiales los de fuera de la muralla, o los que se ejecuten después de la puesta del sol, y los de los conversos (por vivir la mayoría de ellos fuera de los muros de la ciudad).

Con numerosas reglamentaciones sobre el particular, la verdad es que a lo largo de la historia, nadie o casi nadie, se quedó sin recibir cristiana sepultura. Aunque, lógicamente, muy pocos recibieran honores y muestras de respeto, puesto que la gran mayoría lo hacía en el mayor de los anonimatos. Ya en el siglo XX, incluso aquellos que no tenían póliza de seguro, y por tanto sin derecho a sepultura o bovedilla, eran enterrados en lo que se llamaba vulgarmente como la zanja, en donde se practicaba una fosa en tierra de nadie y allí, sin identificación alguna, se enterraba el finado.

Refiriéndonos al Cementerio de San Rafael, allá por los años 1940-60 contaba con dos depósitos: uno, el de pago, para aquellos que tenían la póliza del seguro prevista y al corriente y otro, el de balde, para los que no tenían nada previsto, quizás por necesidad.

Después del Concilio Vaticano II la Iglesia simplificó los entierros, eliminando el color negro de las capas y su número, por lo que a partir de entonces en cualquier entierro el sacerdote utilizaría una única capa de color morado, evitando así aquellas diferencias que existían en el número de capas según se pagara.

Creo que es correcto terminar este artículo comentado la sencillez de los entierros que protagonizaba don Antonio Campos González, 'Campitos', (1888-1959), en el tiempo que estuvo de párroco en la desaparecida parroquia de San Juan de Letrán. En esa efímera parroquia, dado el extracto social de su feligresía, siempre fueron los sepelios muy sencillos, empezando por su sacristán Miguel Serrano, 'El Artillero', que lo mismo tocaba el órgano, cantaba el 'gori gori' que se ponía su sobrepelliz y acompañaba al muerto. El cura Campitos era de los pocos que accedía al cementerio por el entonces terrizo camino de la Viñuela. De la pompa y el boato en el entierro de Julio Romero de Torres a la sencillez de Campitos nos ha quedado que, casualmente, sus respectivas tumbas en el Cementerio de San Rafael se sitúan una enfrente de la otra. Una viene a decir Pintor y la otra dice Teólogo.