La foto en el corazón
«Él veía el rostro de un hombre joven, fuerte, de mirada contundente, firme y noble, con una sonrisa amplia…»
El viejo Práxedes cumplía años el día en que entraba el otoño. Aquel año le caían ochenta y cinco y, asomado a la ventana de su habitación, contemplaba el jardín de la Residencia donde, tras morir su mujer, se había ido a vivir. Era un día soleado y quedo, tan hermoso, que era imposible no ser feliz: el césped verde moteado de hojas doradas y quebradizas, los árboles despojados, con sus ramas desnudas… y el silencio, sobre todo el silencio. Y la quietud.
Al poco, en la cumbre de un ciprés, se posó un tordo y comenzó a silbar sus modulaciones. Estuvo observándolo un buen rato, abstraído en el brillo zaíno de sus plumas y en los ritmos de su gorja, que se hinchaba y se relajaba conforme cantaba.
De pronto el jardín se llenó de ruidos que forearon al pájaro : el viejo dio un sorbito al café, ya casi frío, y siguió observando. Eran los familiares de la vieja Aurora, que, como cada sábado, venían a visitarla. La vieja Aurora tenía la cabeza averiada pero no así el sentimiento, de manera que era sensible a las muestras de cariño. Le encantaba que le trajeran a los nietecillos, y ella los besaba, los acariciaba, y sonreía, y con su media lengua les espurreaba cucamonas ininteligibles:
- Pararapapá….paparapapá….
La vieja Aurora era muy golosa y la familia siempre le traía alguna galguería por eso, cuando se encontraba con el viejo Práxedes en el pasillo, en la sala de televisión, o en el comedor, le enseñaba orgullosa sus regalos y le preguntaba :
- ¿A ti no te traen caramelos tus padres cuando viene a verte?
La vieja Aurora tenía la cabeza averiada, ya quedó dicho, pero esos comentarios entristecían a Práxedes que se enzurronaba pesaroso, y se escabullía como podía de la vieja y sus preguntas, y no entraba a contestarle que a él, al viejo Práxedes, no le gustaban los caramelos y, que a él, al viejo Práxedes, no venían a verlo casi nunca, y que además, sus padres, tanto los de la vieja Aurora como los suyos propios, hacía muchos años que no vivían, y que ella, la vieja Aurora, era una vieja grillada e impertinente, y….
Y se escabullía a su cuarto, cerraba con llave la puerta y ponía la radio para no pensar…
El viejo Práxedes no llegó a conocer a su padre : había muerto cuando él era casi un recental, poco después de la guerra, y nadie sabía dónde estaba su cuerpo. Algunos decían que en los hondos de la Mina Gloria donde habían arrojado a algunos maquis tras apresarlos en su cubil, pero, lo más probable, al decir de los estudiosos, es que estuviera enterrado con otros represaliados en la sierra, en unas oquedades que en tiempos valieron como trincheras y que luego fueron cegadas y que estaban ubicadas en una finca llamada el « Pico Sobrao» cerca del pueblo.
¡Quien sabe! Lo cierto es que jamás lo encontraron y lo único tangible que el viejo Práxedes conservaba de su padre era una foto en blanco y negro, ya desvaída y neblinosa por el paso del tiempo, que llevaba siempre en su cartera…
II.- El grupo de personas esperaba al guarda en un picatel de arboles que se arracimaba a las puertas de la finca : allí estaban Jesús y Marisa, que eran los historiadores y que habían estudiado mucho sobre la represión y eran los que tenían mucha fe en localizar a los difuntos en ese lugar.
- Todas las fuentes apuntan a que están ahí, musitaba Marisa a cada poco para contagiar entusiasmo.
Jesús era renegrido y cenceño, muy callado, casi ausente y nada decía. Estaba a lo suyo, pensativo, abstraído…. Lo más que hacía era, de vez en cuando, suspirar, sin motivo y sin razón. Era como tuviera esa costumbre, lamentosa y automática, y, cada dos por tres :
- Ay, ay ….
También estaban algunas personas que se decían familiares de los difuntos: Clara, Patricia, Álvaro y Marialen, que eran pareja….Y Práxedes, que estaba empeñado en encontrar a su abuelo, que había sido jefe de una partida de maquis y una leyenda en sus tiempos. Práxedes decía :
- Tengo que darle una sepultura digna. No quiero ser un ingrato. No lo conocí. No pude darle cariño en vida. Se lo daré ahora…
Cuando se porteó el guarda por allí, los recogió y todos se subieron en la pick up. Anduvieron carrileando un buen rato y dando unos pingos de tal calibre que casi se les descoyuntaban los huesos.
Jesús suspiraba :
- Ay, ay…
Pero ahora con razón.
Los demás se reían como si estuvieran en una atracción de la feria. Así, hasta que el guarda apartó el coche en un ensanche del cortafuegos y dijo:
- Bajarse.
Luego señaló:
- El sitio que ustedes dicen es allí abajo. En esa tierra más bermejilla que hay pasada la pedriza …Para que ustedes lo comprendan : donde empiezan los pegullones y luego se clarea, pues ahí… Pero yo tengo mis dudas. Mi abuelo y mi padre fueron guardas aquí antes que yo y nunca me dijeron nada…
Marisa musitó :
- Todas las fuentes apuntan a que están ahí…
Y Práxedes:
- Tengo que darle una sepultura digna. No quiero ser un ingrato. No lo conocí. No pude darle cariño en vida. Se lo daré ahora…
El descenso desde el cerro fue complicado, porque era una bajada vertical con mucho canchal y mucha piedra suelta. Pero había optimismo, buen ánimo. Clara se escurrió y se rajó los pantalones a la altura del culo. Lo tomó con humor :
- No miréis…bueno no miréis, mucho…
Y Jesús, poniendo orden:
- Venga, vamos a lo que vamos…
Estuvieron rebuscando indicios sin parar, acotaron superficies, hicieron calicatas, levantaron piedras, removieron la tierra…sudaron, pero sudaron de verdad…y nada. Avanzada la tarde vieron la pick up del guarda en lo alto de la cuerda y sintieron los bocinazos, así que dieron de mano y empezaron a ascender el cerro para llegar al carril. Iban cansados y decepcionados. Un poco tristes, tal vez. Por el cielo tres buitres hacían círculos buscando carroña. Marisa insistía :
- Volveremos otro día, todas las fuentes apuntan a que están ahí…
Práxedes la apoyaba :
- Cuenta conmigo. El cariño que no pude darle en vida se lo daré ahora…
El guarda era un poco socarrón.
- Qué… ¿ Hubo suerte ?
Y sonrió.
- Ya les dije yo que…
Y no terminó la frase.
III.- Se pararon en el bar del pueblo. Traían hambre y sed, así que pidieron sus cervezas y sus raciones y, al poco tiempo, estaban todos contentos y ya se les habían olvidado el palizón y el fracaso. Hasta Jesús dejó de suspirar.
Antes de que la cosa se desmadrara Práxedes dijo que se iba pero Clara lo miró y meció los ojos y le dijo:
- ¿ Y me vas a dejar aquí solita ?
En la Residencia cenaban a eso de las nueve y aquella noche, de postre, pusieron una tarta. Dijeron que era el cumpleaños de Práxedes y que había que cantarle. Todos lo hicieron pero especialmente las mujeres : tanto las ancianas residentes, como las cocineras y las dos enfermeras de guardia. Los hombres eran más modosos para esas efusiones.
La vieja Aurora se acercó a Práxedes, se registró en los bolsillos y le alargó un caramelo:
- Felicidades.
Práxedes, entonces, se acordó de su hijo y, más que alegría, sintió pena. Un pena lacerante y definitiva.
Antes de acostarse, Práxedes registró su cartera y sacó la foto de su padre. La foto estaba neblinosa y desvaída pero eso daba pie a Práxedes para poder imaginar el rostro de su padre, para acomodarlo a sus deseos. Así, él veía el rostro de un hombre joven, fuerte, de mirada contundente, firme y noble, con una sonrisa amplia…
Cogió la foto, cogió el caramelo de Aurora, y apretó ambos contra su pecho contra su pecho, y se durmió.
Mientras, Jesús, Marisa, Clara, Patricia, Álvaro y Marialen y Práxedes, seguían a lo suyo. El vino de la tierra había creado un ambiente optimista y feliz. A más de uno se le trababa la lengua y Clara se acercó a Práxedes porque decía que tenía frío.
- Me entra por el culo, porque tengo el pantalón rajado, recordó.
Práxedes le echó un brazo por encima y la arrimó a su cuerpo. Luego trató de controlar la dicción, un poquito estropajosa por mor de la bebida, y levantó la copa de vino :
- Por este grupo y porque pronto podamos dar a los restos de nuestros muertos el amor y el cariño que merecen…
Todos aplaudieron.
Y Clara, ya fuera porque se emocionó, ya fuera porque el vino la tornaba efusiva, meció sus enormes pestañas como si fueran mariposas y lo besó efusivamente.
Mientras, no muy lejos de allí, el viejo Práxedes dormía en su cama, resignado, algo triste tal vez, pero sobre todo resignado…con la mano sobre el pecho, y la foto de su padre apretada cerca, muy cerca, del corazón.