Aún estamos en camino
«En esta última semana no me canso, en mi parroquia, de contemplar los zapatitos de la Virgen.»
Me llena de tristeza que con tantas luces desde antes de la Inmaculada Concepción, nos estemos perdiendo unos maravillosos días como son los de Adviento. Ya habrá tiempo de la Navidad. No adelantemos acontecimientos y exprimamos estas cuatro semanas. Sería reduccionista pensar que la pérdida de sentido de este tiempo litúrgico sea producto de la comercialización, la economía, los lobbies laicos, las ideologías secularizantes… y también la Iglesia. Y todos los católicos tenemos una grave responsabilidad por no mantener con firmeza, convicción y fidelidad nuestra fe.
El Adviento son cuatros semanas de preparación para vivir intensamente el Nacimiento del Hijo de Dios y que pueden pasar desapercibidas perdiéndonos toda su riqueza simbólica, teológica, espiritual y de enriquecimiento humano.
Un periodo dividido principalmente en dos etapas; la primera hasta el día 16 de diciembre, donde se nos invita a mirar a nuestro interior, preparar el corazón para conmemorar la venida histórica de Jesús, la venida constante a nuestras vidas y una mirada al ocaso de nuestra existencia que será la de vivir una eterna Navidad. Animándonos a transformar el corazón, un interior que a la luz de la Inmaculada Concepción desee ardientemente una vida de pureza y con el testimonio de San Juan Bautista preparar el alma, que anda envuelta en tinieblas, en un lugar donde pueda habitar la luz que irradiará la estrella de Belén.
La parte final de este tiempo de Adviento, el que comenzamos en estos días, - para mí la más emotiva, tierna y delicada- donde acompañamos a los jóvenes esposos día a día en su peregrinar hasta la noche divina y no mágica de la Navidad. Contemplar a María y a José en las inmensas vicisitudes que debieron padecer en obediencia de la fe. Verlos salir de Nazaret camino de Belén, imaginar esos bellos momentos de soledad y recogimiento en la intimidad de la noche al abrigo de las estrellas, ese estado gozoso de esperar en el brocal de un pozo donde recuperar fuerzas, esa alegría interior de saber que actúan, piensan y sienten cumpliendo la voluntad de Dios, aunque para ellos nada era normal ni comprensible.
En esta última semana no me canso, en mi parroquia, cuando cada dos días los fieles cambian la escena de la Sagrada Familia en su caminar hacia el portal de belén -las jornaditas- de contemplar los zapatitos de la Virgen. Me encantaría ser esos zapatitos que protegieran los delicados pies de la Divina doncella que, con valentía, en su más tierna inocencia, dijo ‘Sí’ al ángel Gabriel. Me gustaría pisar con la fe, firmeza, alegría, sacrificio, gozo, dolor, esperanza y soledad de la que se siente acompañada y protegida bajo un manto de estrellas soñando en quién late en su vientre y un lucero que la despierta y enjuga su rostro que comienza a brillar con los primeros rayos del sol.
¿José? Observar sus ojos de preocupación, de inmenso padecimiento por no poder ofrecer todo aquello que hiciera más liviano el sacrificio de la más bella mujer de Nazaret. Afanándose por llegar pronto, pero sin sobresaltos para no despertar al hijo que cobija como un arca el seno de María, tirando de la mula y al mismo tiempo el torso vuelto a los ojos de su frágil esposa. Buscar la sombra, el cobijo en la noche, las ramas y troncos para mantener encendida la hoguera que caldee y de sabor a hogar la más dura estepa y ahuyente las alimañas y cualquier mal. Un piadoso José que mira al cielo implorando luz para ser mejor esposo, padre y la gracia para llevar a buen término la misión encomendada. Sacrificio, entrega, generosidad, oblación… amor silente.
¿La mula? ¡Qué piadosa mula! ¿Quién no quisiera ser la mula en estos días? Es el testimonio de la Creación entera que acompaña el grandioso misterio del nacimiento de Aquel que va a llevar a cabo una nueva creación. ¡Oh, como me gustaría ser esa mula! La que no pierde detalle, testigo de la sonrisa de la Virgen, de la caída de la mano hacia su vientre, de la lágrima al contemplar el pesar de José; la que hace más llevadero el caminar del Santo Varón, y la que mordisquea las ramas del árbol del amor que por la luz que irradia el vientre de María florecieron excepcionalmente esos días y que esta bendita mula entrega a los pies de la divina Señora para aliviar su pesar, bendecirla y consolarla y con ello toda la Creación cantar su excelsa hermosura.
Estamos ante la semana de la espera inminente. No perdamos la oportunidad de estar, sentir, acompañar… contemplar. Hay ganas de encuentros, de compartir, celebrar… pero qué vamos a celebrar sino hemos sabido esperar. Gustemos por los ratos de recogimiento, en casa y en la parroquia, preparar el portal donde la estrella se va a posar porque hemos sabido con humildad, sencillez y alegría jubilar esperar dulcemente. Vayamos abriendo el arca del corazón y sacando los blancos y puros paños de lino que entreteje un alma pura para envolver al Hijo de Dios, atesoremos pajas blancas y luminosas que irradian el fulgor de las buenas obras, cortemos las florecillas que embriaguen de aromas celestiales el pesebre; limpiemos las telarañas de nuestras gargantas para entonar con los ángeles alabanzas y loas al bendito Niño Dios; desnudarnos de la vieja ropa de la soberbia y el egoísmo y abramos el armario y revestirnos de la polaina de la sencillez y cojamos el zurrón de los buenos propósitos y con los pastores, rodilla en tierra, adoremos a nuestro Salvador, el Mesías, el Señor.