Hay que erradicar la Navidad
Conste en acta que no lo dice un servidor sino el mismísimo Chesterton: «Hay que erradicar la Navidad porque no encaja en absoluto con el mundo moderno». Es más, «la Navidad no encaja en absoluto con ese gran futuro que se abre ante nosotros». Argumentos no le faltan:
Primero de los argumentos: «Presupone la posibilidad de que las familias estén unidas, o reunidas, e incluso de que los hombres y mujeres que se casaron voluntariamente sigan hablándose». Nuestro orondo e ¿irónico? amigo lo tiene muy claro: «Semejantes torturas abominables no pueden tolerarse en un tiempo como el nuestro». Ejemplos tampoco le faltan: ¿Hasta qué punto tiene sentido que «jóvenes espíritus aventureros, dispuestos a arrostrar las realidades de la vida humana y encontrarse con la enorme variedad de hombres y mujeres tal como son», se vean «cruelmente obligados a aguantar una hora, o incluso a veces dos horas, en compañía del tío George, o de la tía llegada de Cheltenham que no les cae del todo bien?"
Argumento segundo: El «acervo litúrgico» de la celebración de la Navidad en el hogar «hace caso omiso de la actual convención del inconformismo».
El tercero de los argumentos va en modo interrogante: «¿Cómo íbamos a extender una tradición basada en la hospitalidad, salvando ese feliz interludio de la sofisticación moderna que sustituye la hospitalidad por el allanamiento?». Es una obviedad al alcance de todos que «la hospitalidad tiene mil implicaciones horrendas»: «Presupone que mi casa me pertenece a mí, más que a un entrevistador enviado por una agencia internacional de noticias con sede en Detroit; por muy cariñosamente que yo reciba y acoja a ese entrevistador, no podrá quitarse de la cabeza (ni yo de la mía) un extraño prejuicio ambiental, la extraña y espeluznante superstición de que se encuentra en casa ajena. Sin duda que se evitaría esta incomodidad si quedásemos en un gran hotel, en un salón de té aún más grande e impersonal, en una biblioteca pública, en una oficina de correos o en los corredores ventosos de una estación de metro». Si en la enumeración de los lugares hay ironía o cándida expresión de opiniones júzgalo por ti mismo: «Al nombrar estos lugares evoco el intenso calor, la plena fraternidad, la tonificante humanidad de todo contacto humano, que sienten las personas en el momento en que abandonan la propiedad privada».
Como cuarto argumento: «La Navidad es un obstáculo para el progreso». Y dispara con toda una batería de razones: «Arraigada en el pasado, en el pasado remoto, no sirve de nada en un mundo en que la única prueba clara del conocimiento científico es la ignorancia de la historia. Nacida entre milagros que ocurrieron supuestamente hace dos mil años, es impensable que impresione al sentido común tan poco impresionable que afronta imperturbable las pruebas más claras y palpables de milagros que ocurren en este preciso instante. Trata de asuntos puramente psíquicos, así que no interesa en absoluto a los psicólogos; ha constituido el ambiente moral de millones personas durante más de dieciséis siglos, así que no interesa nada a una época preocupada por los promedios y las estadísticas. Se ocupa del nacimiento más gozoso y es el principal enemigo de la eugenesia; lleva consigo una tradición de virginidad voluntaria, pero no contiene consejos útiles para la esterilización obligatoria».
El quinto argumento – y ya se sabe que no hay quinto malo – está entre el interrogante y la queja: «¿Qué necesidad hay de seguir cantando las alabanzas de la Navidad?». No en vano es «un desafío a lo canallesco, porque nos trae a la mente un mundo más amable de cortesía, y unas costumbres que asumían una especie de dignidad en las relaciones humanas»; así como «un enigma para los pedantes cuyo odio gélido los enreda en una contradicción continua; que se debaten entre denostar la Navidad porque es una misa, una farsa papista, y demostrar al mismo tiempo que es totalmente pagana, y que antaño fue tan admirable como todo lo que inventaron los piratas de la pagana Escandinavia».
Fin de la chestertoniana ironía.