Todos podemos ser traidores…
Tú y tú y tú. Y yo. Y todos los que no hagamos lo posible para que se garanticen la unidad de España, la Constitución y la separación de poderes.
I.-EL VIEJO.- Desde que estaba viudo su vida se había acompasado a rutinas muy reiterativas y prosaicas: madrugaba, se lavoteaba con escasas abluciones, escuchaba con premura las noticias y bajaba al bar de la esquina, a desayunar. Siempre lo mismo: un café con leche muy caliente, en taza, sin azúcar…. Y punto final. El pan tostado, el aceite, la mantequilla…de eso nada. Si alguien le afeaba lo escueto de sus desayunos el viejo se revolvía:
- El pan embrutece….El café es medicina santa…
Y seguía mirando su taza, ensimismado, nostálgico, regustando su soledad….
Aquella mañana, en las noticias, había oído las trapisondas traicioneras del Gobierno y, al viejo, aquello le encocoraba , porque el viejo olía la traición que se estaba perpetrando. Echó la memoria atrás, con melancolía, y trajo al presente recuerdos pretéritos, de cuando España se iba construyendo con el respeto entre los españoles y en el respeto a la Ley…El viejo, que estaba muy versado en Historia, pensó que había llegado, de nuevo, como una borrasca que se repite, el tiempo de destruir… ¡ Qué pena !
Tuvo como un fogonazo que le impulsaba a rebelarse pero pronto le pudo la apatía: qué iba a hacer él, qué iba a hacer un pobre viejo, desalentado y decrépito…Así que volvió a ensimismarse en su taza de café, viuda de otras guarniciones más nutricias y, a pesar de lo que estaban haciendo con España, sólo susurró:
- El pan embrutece…El café es medicina santa…
La camarera, una chica de ojos verdes, le retiró la taza vacía. Y le sonrió. El viejo sintió que, a la luz de esa sonrisa, parte de su alma florecía…
II.- EL ESTUDIANTE.- Caía agua a mantas. Por eso salió con anticipación, no fuera a haber atascos y llegara tarde al examen de Derecho Constitucional. Iba bien preparado y, por ello, relativamente tranquilo. Eso no quitaba que le remusgara una cierta inquietud en los vericuetos del estómago porque en los exámenes, como en todo en la vida, había que tener suerte. O, al menos, no tener mala suerte. Como siempre que estaba inquieto gustaba de hablar consigo mismo, para darse moral, para convencerse…
- Lo importante es no tener mala suerte
Buscó una emisora de música melódica para imbuirse de calma pero, por lo que sea, sintonizó una cadena de noticias. No podía creer lo que oía. Ese modo burdo de violentar la Constitución… y las añagazas del tal Sánchez…. y la demagogia del otro zascandil…. Le repateaba el tal Sánchez, con su voz impostada de niño bueno y su fondo inequívoco de grandioso traidor…Podía engañar a la gente con su palabrerío , pero a él no, y menos en ese momento, con sus conocimientos aun calientes de Derecho Constitucional hirviéndole en el caletre…
Pensó que, tal vez, habría que reaccionar pero, inmediatamente, ese pensamiento se fugó, recordó la inminencia del examen, y murmuró:
- Lo importante es no tener mala suerte.
Llegó con tiempo y no hubo problemas para aparcar. Se retuvo en el bar, para hacer tiempo: varios compañeros repasaban apuntes astrosos y subrayados con mil colores…Otros, más sosegados, aventuraban sobre qué preguntas caerían… Los más, simplemente, hablaban de los planes para las vacaciones de Navidad
La delegada del curso era una compañera de ojos verdes. Comentaba con un grupo la situación de España. El, por su parte, seguía murmurando:
- Lo importante es no tener mala suerte.
La delegada no era conforme y pensaba que había que luchar por aquello en lo que se cree. Él seguía su salmodia :
- Lo importante es no tener mala suerte.
Pero ella le sonrió y él sintió que, a la luz de esa sonrisa , parte de su alma florecía…
III.- LA MADRE DE FAMILIA.- Ana recordaba cuando nació su hija, Anita: fueron meses horrendos, con la vida del bebé pendiendo de un hilo: nadie daba un duro por ella. Ana, la madre, se conjuró con la vida dispuesta a luchar, a muerte, contra la muerte. Dejó su trabajo en una firma de abogados prestigiosa, sus colaboraciones en la Universidad y otros proyectos y concentró las energías en conseguir un sueño imposible: que Anita sobreviviera y que sobreviviera sin secuelas.
Tres años más tarde, agotadas las energías físicas y mentales, aquello fue una realidad: Anita era una niña sana y feliz. Pero Ana ya no pudo reengancharse a la vida profesional. Así que, el tiempo que le sobraba, lo invirtió en seguir estudiando: ahora, ciencias políticas. Casualmente empezó a escribir en diarios locales y desde hacía algunos meses en una revista prestigiosa de pensamiento y opinión.
Ahora le tocaba el artículo número cien. Y, consciente de que era un hito en su trayectoria, Ana quería escribir algo especial:
- Un artículo que deje huella…pero que no moleste a nadie.
Paseaba en los alrededores del colegio de Anita, haciendo tiempo antes de recogerla y, conforme caminaba, reflexionaba sobre la más que inminente desaparición de la división de poderes en España. Dedujo que por ahí podían ir los tiros de su artículo. Lo consideraba una prioridad, casi una obligación. Pensaba que había que abrir los ojos a la gente. Que un escritor debe zarandear la conciencia de la sociedad, despertarla. Un escritor debe ser como un avispero bullendo en los ijares de su nación.
Reflexionó : si era muy clara en su escribir, podría ofender a alguien, desagradar a los accionistas de la revista o al director…Casi sin pensarlo, como si su mente actuara de modo independiente, musitó:
- Un artículo que deje huella…pero que no moleste a nadie.
Ana, la mujer valiente, la mujer que había luchado a muerte contra la muerte, que lo había pedido todo para ganarlo todo, estaba achantada, acomodada o, simplemente, meliflua…tan achantada, tan acomodada, tan meliflua, como la sociedad.
- Un artículo que deje huella…pero que no moleste a nadie.
Revuelta entre un pitarrillo de niños , salió Anita. Abrazó a su madre. Le sonrió. Le sonrió de nuevo y Ana sintió que, a la luz de esa sonrisa, parte de su alma florecía…
Anita tenía los ojos…verdes.
IV.- El REY. Al cabo, se sabía un hombre, sólo un hombre. Un hombre con preocupaciones muy humanas, preocupaciones domésticas, familiares….La historia lo había puesto en un lugar y en un tiempo complicados pero se maliciaba, por experiencia propia, que hay veces en que sólo cabe jugársela. Jugarse el trono, jugarse la dinastía y hasta el papel en la historia. Hasta la vida y, lo que es más grave: hasta el prestigio.
Sus atribuciones legales y sus prerrogativas estaban muy encorsetadas. Eso era cierto. Como también era cierto que siempre la Ley deja resquicios abiertos para momentos trascendentales y que, muchas veces, la que mandan son la fuerza del corazón y la conciencia del deber y el sentido de la historia.
Pero, al cabo, se sabía un hombre. Sólo un hombre. Un hombre con preocupaciones muy humanas, preocupaciones domésticas, familiares…pero un hombre que debía garantizar la unidad de España, la Constitución y la separación de poderes.
Le preocupaban los españoles: aquellos jubilados que lucharon y facilitaron la llegada de la democracia y la transformación del país. Aquellos jóvenes que se formaban y trabajaban para garantizar la viabilidad de esta gran Nación y la libertad y el bienestar de sus gentes. Aquellos otros, heridos o maltratados, enfermos u olvidados, que necesitaban seguir viviendo y ser protegidos por la patria, una patria que había de encarnar el esfuerzo histórico de tantos españoles.
El rey se asomó al ventanal de su despacho: los jardines estaban pintados por los colores del otoño y un cierto desánimo ensució su alma. Pasó una nube plomiza por el cielo y, por un instante, se oscureció la tarde. Se preguntó que si él asumía el riesgo de su responsabilidad ¿tendría detrás la lealtad del resto de los españoles? O los españoles preferirían seguir viviendo al amparo de la comodidad y de la molicie y de la indiferencia.
En ese momento, aunque él lo ignoraba, hubiera necesitado que unos ojos verdes le sonrieran porque, a la luz de esa sonrisa, hasta el alma de un rey había de florecer…