Los que ya no están
«Era el tiempo, su paso inexorable y cruel en la conciencia, lo que comprendí cuando fueron faltando rostros en la cena de Nochebuena»
Pasaba deprisa, como si vivirlo fuera un gesto frenético de segundos que se solapan. La historia comenzaba de nuevo bajo cada capa, que luchaba contra el frío, de regreso a casa. Y, al entrar, la calidez era distinta.
Todos estaban allí para compartir algo más que una cena, una charla, un villancico y una noche. No había móviles con los que mandar felicitaciones en plantilla y difundidas hasta el extremo. Había abrazos, risas, la alegría repartida en una familia, que aquella noche era más que numerosa.
Recuerdo las caras, los gestos, el timbre de voz de cada uno, hasta las arrugas del tiempo en los rostros de mis abuelos. Recuerdo una mirada vidriosa, de la que entonces no alcanzaba a entender su melancolía, cuando todo debía ser y era felicidad.
Era el tiempo, su paso inexorable y cruel en la conciencia, lo que comprendí cuando fueron faltando rostros en la cena de Nochebuena. La celebración siempre regresó y los mensajes difundidos comenzaron a acumularse -más y más- cada año y ya llegan hasta varios días antes.
El significado de la fiesta permaneció inmutable, porque lo que se conmemora no es un solsticio, sino el acontecimiento que cambió la historia, nuestra cultura y dio todo el sentido a nuestra fe. Una esperanza inalterada, pero con el punto de la mirada vidriosa, al recordar aquellos rostros, aquellas sonrisas, el timbre de la voz de los que ya no están. Una esperanza que se revitaliza con el nacimiento de Jesús y que, pese a la nostalgia, nos mueve a mantenerla en él, porque llegará el momento en que volveremos a ver a los que ya no están y, entonces, no habrá tiempo será una eterna nochebuena.