La culpa fue de Walt DisneyBlas Jesús Muñoz

Benedicto XVI, la luz y la fe

«Joseph Ratzinger mostró que esa luz de la razón explica a la perfección a la religión. Una luz mutua que alumbra, desde la fe a la razón, y a la inversa»

Actualizada 12:38

Fueron los cincos años más apasionantes de mi vida. En ellos pude profundizar, por primera vez, en la teología desde una perspectiva académica, donde la sistematización del estudio me llevó a la certeza de que es la ciencia más humana de todas y es que su naturaleza es vina.

Comprendí la diferencia entre teología ascendente y descendente, y, gracias a San Agustín, pude fortalecer mi fe por medio de las huellas de Dios en este mundo (las imago Dei). Pero, sobre todo, aprendía a dar razón de mi fe y eso se lo debo a Joseph Ratzinger.

Benedicto XVI es el Santo Padre que supo buscar la unión, a la vez, entre la cultura helénica (donde la razón prima) y el judaísmo, donde prepondera la fe. Lo dice Ignacio Sánchez Cámara en su columna en El Debate: «no se puede ser, a la vez, Abrahán y Sócrates. Esto acaso sea cierto con relación al judaísmo del Antiguo Testamento, pero no para el cristianismo».

Esto lo llevó a la perfección Joseph Ratzinger quien mostró que esa luz de la razón explica a la perfección a la religión. Una luz mutua que alumbra, desde la fe a la razón y a la inversa, como queda reflejado en un discurso (que en lo particular me cambió la forma de aproximarme a la teología), el de Ratisbona, donde el Papa muestra toda la dimensión del teólogo, del pensador:

«Este intento de crítica de la razón moderna desde su interior, expuesto sólo a grandes rasgos, no comporta de manera alguna la opinión de que hay que regresar al período anterior a la Ilustración, rechazando de plano las convicciones de la época moderna. Se debe reconocer sin reservas lo que tiene de positivo el desarrollo moderno del espíritu: todos nos sentimos agradecidos por las maravillosas posibilidades que ha abierto al hombre y por los progresos que se han logrado en la humanidad. Por lo demás, la ética de la investigación científica debe implicar una voluntad de obediencia a la verdad y, por tanto, expresar una actitud que forma parte de los rasgos esenciales del espíritu cristiano. La intención no es retroceder o hacer una crítica negativa, sino ampliar nuestro concepto de razón y de su uso. Porque, a la vez que nos alegramos por las nuevas posibilidades abiertas a la humanidad, vemos también los peligros que surgen de estas posibilidades y debemos preguntarnos cómo podemos evitarlos. Sólo lo lograremos si la razón y la fe se reencuentran de un modo nuevo, si superamos la limitación que la razón se impone a sí misma de reducirse a lo que se puede verificar con la experimentación, y le volvemos a abrir sus horizonte en toda su amplitud. En este sentido, la teología, no sólo como disciplina histórica y ciencia humana, sino como teología auténtica, es decir, como ciencia que se interroga sobre la razón de la fe, debe encontrar espacio en la universidad y en el amplio diálogo de las ciencias. Sólo así seremos capaces de entablar un auténtico diálogo entre las culturas y las religiones, del cual tenemos urgente necesidad».

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