Todos queremos cambiar a comienzos del año. Iniciar una dieta después de dar cuenta del último cacho de roscón. Apagar una colilla que se convertirá en el cigarrillo del recuerdo. Apurar una caña para que la cerveza no vuelva a ser compañera de barra. Caminar por las cintas mecánicas del gimnasio del barrio y llegar a la primera piscina de la temporada sin tripa. Buenos propósitos, les llaman.

Generalmente los cambios suelen traer incomodidad y cierto dolor en sí mismos, por lo que de nuevas rutinas y muda de piel precisan. He ahí el primer inconveniente para la humanidad pegada al móvil pidiendo comida a domicilio o amores inmediatos de quita y pon. El cambio, además de voluntad y convicción, requiere esfuerzo. Mal asunto. porque no hay aplicación telefónica que nos implante ese trabajo. Mejor una de mindfulness, que se hace sobre un cojín.

Los cambios de año nuevo duran lo mismo que el amor del Tinder o la oferta diaria de Amazon: muy poco. A la altura de abril ya son un vago recuerdo de algo que quisimos o deseamos o pretendimos y que ahora no está en nuestra lista de prioridades. Culparemos a la sociedad de nuestra obesidad mórbida, al cambio climático de nuestra ignorancia, a la guerra de Ucrania de nuestra tiesura mensual, al mundo todo por no comprendernos. El humano ocioso, enchufado a la pantalla, quiere ser más guapo, estar más sano, ligar más y dormir ocho horas al menos. Pero no está dispuesto a cambiar para cambiar.

El humano contemporáneo lo quiere todo en realidad. Pero que se lo traigan hecho. Como las ayuditas del Gobierno, como las cifras maquilladas del paro, como el trilerismo de los derechos indiscutibles, como los deberes que otros tienen que hacer, como un cambio de género en el DNI.

El comienzo de año se llena de propósitos de enmienda de humanos que creen que no deben, en realidad, enmendarse en nada. Y así hasta la primavera, que volverán a llenarse los gimnasios de gente que quiere cambiar, pero solo para parecer más jóvenes y estilizados. Y sin bajarse del sofá.