La realidad que se dispara en el pie
El problema catalán queda cabalmente elucidado en ese pasaje de Los viajes de Gulliver en el que se revela que la encarnizada guerra entre Liliput y Blefuscu tiene su origen en un desacuerdo insalvable relativo a si los huevos cocidos deben abrirse por el lado puntiagudo o por el lado romo. Ni que decir tiene que la analogía apenas sirve para explicar dos extremos: uno, que apreciar conflicto en una cuestión tan baladí es prerrogativa exclusiva del más pendenciero de los infantilismos; y dos, que es únicamente el separatismo catalán, al atribuir peso ontológico y etnicidad dirimente a un trivialísimo factor diferenciador, el que acapara, respecto a la identidad española, el no por aparatoso menos sangrante lastre del ridículo.
Hipostasiar los localismos dialectales, gastronómicos o folclóricos, elevándolos a la categoría de cultura con empaque universal, es de un voluntarismo entrañable. Claro que, junto a la majadería inaudita en la que se cifra el fondo de la cuestión, concurren corolarios menos cómicos, como el de convertir una mitología de andar por casa en una religión de observancia obligatoria, diseñada para implementar una ingeniería social coercitiva, una apropiación masiva de los recursos económicos y una facunda apelación a la violencia, que disfraza de victimismo la propia grosería matonesca.
Este transparente juego de manos, que halla sus orígenes en la codicia de las grandes burguesías catalana y vasca de fines del XIX, encontró su mejor caldo de cultivo en la España de las últimas décadas, que convirtió en ortodoxia legal y en normalidad política lo que a todas luces supone un dañino desafuero. Así llegamos a la nación de naciones, en una mitosis disparatada, antieconómica, moralmente suicida y estéticamente impresentable. Mas he aquí que una izquierda que boqueaba sin oxígeno, debido a la irracionalidad contrafáctica de sus postulados, a la que únicamente le quedaba la amenaza del integrismo islámico como sostén para meterle miedo a la democracia liberal, se encuentra con el chollo, no solo de los supremacismos catalán y vasco, sino de esa hidalguía, respetabilidad y distinción sobrevenidas a todos los endemismos provincianos. Con lo que de un solo tiro matamos a España y al capitalismo, al Cid y a Adam Smith, la altura cultural y la meritocracia.
Todo esto sería bastante menos factible sin la postmodernidad, la agenda 2030 y el wokismo, naturalmente. Pensemos que, hace medio siglo, a un señor que se empeñara en ser Napoléon, se le tachaba de loco y, a lo mejor, se le ingresaba en un frenopático. Llamaremos a eso la posición uno. Luego vino la antipsiquiatría, que consistía grosso modo en sostener que poco daño podía hacer que alguien viviese en dicha alucinación, por lo que lo más piadoso era sonreírle al afectado y no desmentir su delirio. Tal sería la posición dos. Y finalmente hemos llegado, y es la posición tres, al punto de dictaminar que, si una persona afirma ser Napoleón, indudablemente se trata de Napoleón; por lo que hay que extenderle documentación a nombre de Napoleón, darle el trato correspondiente a su grado y condición y, llegado el caso, perseguir penalmente, con cárcel si es menester, a quien ose poner en duda que estamos ante el mismísimo Napoleón.
Hoy en día la ciencia, la política, los medios de comunicación, la enseñanza, la creación artística, la administración pública y, de manera creciente, nuestras monitorizadas vidas privadas están bajo el férreo control de dicha posición tres. Pero ¡atención!, la posición tres no carece de jerarcas, jueces, guionistas y cuerpos represivos. Al contrario, se impone selectivamente con todos los recursos a su alcance, dictaminando quién puede ser Napoleón y quién no, bajo qué reglas y aplicando qué procedimientos. Sabino Arana o Pompeu Fabra hoy se nos antojan tiernos epígonos de Sir Walter Scott, unos románticos casi adorables. El que lo tiene crudo, muy crudo, es el niño de «El traje nuevo del emperador», aquel cuento de Hans Christian Andersen. Como se le ocurra abrir la boca, va de cabeza al gulag.