Hubo una época, cuando la peñas cordobesas servían de instrumento político para el poder financiero y municipal, que un presidente de este colectivo podía ostentar cierto mando en plaza a pesar de su rol de tonto útil- y que nadie se me moleste- para los que sí mandaban de verdad. Aunque no eternamente, como el tiempo y los almanaques han demostrado.

Con el paso de los años y el cambio de perfiles impuesto por la propia sociedad y su devenir, en la Federación de Peñas encontramos más servicio público que ombliguismo, más generosidad que chulería y más consciencia de su activismo familiar que de veleidades cesaristas. Siguen formando parte del tejido social y asociativo de la Córdoba más tradicional y una estupenda red humana para estos tiempos de soledades impuestas y fomentadas por la revolución digital.

Gran parte del nuevo y moderado papel que la peñas juegan se debe al talante de su presidente, Alfonso Morales, un tipo sencillo -hasta donde un servidor le conoce-y del que es difícil encontrarte a alguien que hable mal de él. Y eso en Córdoba es ya de por sí un milagro. Por eso su salida de tono a modo de carta abierta - que no comunicado- con motivo de las críticas sobre la Cabalgata hay que entenderla más desde el calentón propio del cabreo supino y normal, que desde la propia naturaleza del protagonista. Y no trato de disculpar sus desacertadas calificaciones hacia un compañero periodista ni el tono empleado en referirse en general a los medios de comunicación. No. No soy nada corporativista porque además sé que ningún compañero dará jamás un meñique por mí, ni tan siquiera los defensores de las causas sostenibles y transversales.

Creo necesario este apunte porque me pongo en el pellejo del que emplea mucho de su tiempo y numerosas manos voluntarias para montar un desfile como el de cada 5 de enero, a coste cero - como apunta el propio Morales- y que después le lluevan todos los palos. Y que conste que le estoy otorgando el beneficio de la duda al presidente porque no tengo por qué desconfiar de sus afirmaciones sobre la generosidad peñística. Pero lo que no entiendo es que haya tardado tantos años en explicarlo. Porque como apuntábamos aquí mismo hace unos días, en el tema de la cabalgata llueve sobre mojado, y las críticas podrán ser más o menos acertadas, moderadas o vitriólicas, pero algo lleva el agua cuando la bendicen.

Y también se nos antoja lento el consistorio - ay, los asesores- por haber dado pie un año más a un modelo de organización que, según se desprende de lo dicho por el alcalde, estaba instalado en la zona de confort del bajo coste (la generosidad peñística antes aludida) y confiado, posiblemente, en la flor de un día que en realidad es toda esta movida crítica sobre la cabalgata, ya que el desfile nunca será del agrado de todos. Y la semana próxima se habrá olvidado.

Como solución se nos anunció el modelo malagueño que, como el espectáculo de luces, viene a dotar de otro aire a las celebraciones navideñas. Y en Málaga no es que hayan inventado la pólvora, sino que han externalizado el asunto. El marrón, si lo hubiere, se lo come la empresa adjudicataria. Y un poquito el consistorio cuando la oposición se ponga flamenca.

Ya Morales decía en su carta que al final, como suele ocurrir siempre, la solución pasa por la pasta, y que también más inversión sería objeto de crítica, claro. Efectivamente, don Alfonso, así es el derecho a opinar sobre los asuntos, nos guste lo expuesto más o menos, estemos más acertados o no. Porque a esta profesión como a la de presidente de algo, se viene llorado de casa.

Y porque al final siempre está el modelo malagueño que llega como el comodín del público para solucionar las cosas.