Tiburón
La infancia es una patria perdida, el refugio donde te cobijas de mayor en tantas noches entre semana en las que los pensamientos no se atisban claros. La adolescencia es un torbellino y la juventud la primavera. La vida no es sostenible porque se basa en una sucesión de etapas que no vuelven, para eso están los recuerdos siempre idealizados.
Pero, a veces, cuando estás imbuido en ese pretérito perfecto se acaba la clase de lengua y te topas de bruces con la realidad de la física, plasmada en una fotografía. En la misma contemplas los pilares oxidados sobre la base de un murete lleno de humedades. La baranda está ajada por el paso del tiempo, como las arrugas en tu cara y, al fondo, donde estaba la entrada, el ladrillo es macilento y apenas se deja ver por los grafitis. Amplías la imagen y la puerta casi te la tienes que imaginar, porque ya no puedes recordar, la foto te ha bloqueado.
Así me ha pasado al volver a ver (es cíclico) la fachada del cine Almirante del Parque Figueroa. El mismo que se ha convertido en un espejo que refleja el paso de mis años, el del primer barrio donde viví en la ciudad y de la propia Córdoba que decae, sigilosa y macilenta, ante sí misma, como una dáma decadente a la que solo le queda un ápice del brillo que tuvo.
La imagen la comparte el PSOE, porque su candidato a alcalde, Antonio Hurtado (de Aguilar como yo) dice que le «toca personalmente este tema porque este cine ha significado mucho en mi vida». Y lo entiendo, porque la primera sala a la que entré en mi vida fue a esa, para ver Tiburón. Hurtado dice que lo va arreglar, el cine, el barrio entero y todos los de la ciudad, pero ya no puedo ni debo creerlo, por más que su intención sea sincera (todo hay que cuestionarlo cuando viene de la política).
Otros dijeron lo mismo y tampoco lo han hecho, porque prometer es gratis y luego, con no volver y no tener que dar explicaciones a quienes hiciste el juramento, es suficiente. Como tampoco lo hizo -entre 2015 y 2019- la otrora alcaldesa Isabel Ambrosio, también del PSOE, en el propio barrio. Estuve cubriendo aquel acto, recorrí las calles del que fue mi barrio, recordé las tardes de verano tirándome del trampolín de la piscina (hasta la música que sonaba regresó a mis sentidos con el Tarzan Boy de Baltimora), cuando mi padre me enseñó a montar en la motoreta en la Plaza de la Marina Española, cuando estudiaba en el Califato y hasta llegué a la calle que fue el patio de mis juegos y luego por aquel desvencijado cine donde el asombro llegó a mis pupilas de niño y a las de mayor, al ver el efecto del tiempo y de la nada sobre él.
Las palabras se quedan, pero no resuenan, en el mármol digital, pasados un par de días. Y ya no puedo creer -ni debo- que se rehabilite el cine, aunque no sea para ese uso, pero me recuerdo entrando en él, buscando con la mirada cada detalle, todo era nuevo, incluidos Spilberg y Tiburón, aunque por ellos ha pasado mejor el tiempo.