En corto y por derechoJosé Juan Jiménez Güeto

Joaquín Alberto, Doctoral Deán Presidente de la Catedral de Córdoba

«La escucha, ecuanimidad, el recto juicio, y la inmensa sensibilidad y cuidado en la palabra y en el gesto son su bandera».

Los medios de comunicación jamás dejarán de sorprenderme al informar sobre cualquier acontecimiento que suceda en la ciudad. Hace unos días, a unos curas, según el obispo «excepcionales y referentes en la diócesis», les ha dado, a tenor de unos estatutos, elegir a quién les presida en la caridad para dirigir, gestionar y cuidar algo que no les pertenece y de lo cual tan solo son administradores temporales, de un bien universal cuyos únicos propietarios y titulares – o como quieran llamar- es la comunidad de bautizados, la Iglesia.

Hace algo más de treinta años, cuando estábamos en el Seminario entre las horas de clase, las tareas correspondientes (porque en aquella época los seminaristas poníamos mesas, lavábamos platos, barríamos, fregábamos… lo propio de una casa), los partidos de fútbol, las horas en la biblioteca, peleándonos por los primeros ordenadores de diskette de 3M para presentar los trabajos, las horas de estudio hasta la madrugada y ese café soluble con el famoso cable con el que calentábamos el agua -enganchado al enchufe del cuarto de baño- e implorando que no saltaran los fusibles, y el Rector nos sorprendiera estudiando en las horas de silencio… en esos menesteres nos encontrábamos un grupo de jóvenes, que en ese café furtivo en la parada estudiantil, nos permitía bromear sobre el quehacer de los canónigos, los quehaceres de los curas, e incluso nos permitíamos la osadía de especular quién era el cura más apropiado para estar aquí o allá. Porque el Seminario, además de ser el corazón de la diócesis, también era el centro de información de lo que ocurría en los puntos cardinales del territorio. Y pensábamos que cuando llegáramos nosotros lo cambiaríamos todo con el objeto de ser más perfectos, más santos. La inocencia y el bisoñez del sueño juvenil desbordaba la misma realidad.

No obstante, a pesar de la debilidad de nuestras vidas, Dios ha querido que estos chavales, locos de amor a Dios y a la humanidad estén aquí. La mayor grandeza de Joaquín Alberto es ser hijo de la Madre de Dios, del Altar del cielo, de la patrona del Campo Andaluz: María Santísima de Araceli. El hijo de ese hombre humilde, generoso, simpático, alegre, inmenso trabajador, sencillo zapatero, padre de una maravillosa familia numerosa, que, con su abnegada y sencilla esposa, cosida tras cosida dieron la vida por sus hijos y, también, por este excepcional sacerdote sobre el que ha recaído la inmensa carga de ser quien, en los próximos cuatro años -y espero que muchos más- presida el Cabildo Catedral de Córdoba.

Mi amigo y hermano, Joaquín Alberto, es ese compañero que siempre está. Es un cómplice. Si quieres desahogarte y hallar un confidente, ese es Joaquín. Es imperturbable. Jamás en tantos años le he visto perder la compostura. La escucha, ecuanimidad, el recto juicio, y la inmensa sensibilidad y cuidado en la palabra y en el gesto son su bandera. De aquellos cuatro ordenados por San Juan Pablo II, Joaquín, entre nuestras inocuas y divertidas diatribas terminaba aburriéndonos poniendo la nota de sensatez. Difícilmente nos dejaba especular y menos aún caer en la crítica. Está claro que Joaquín estaba llamado a cambiar y transformar.

Ayer al ver la prensa, mis feligreses me preguntaban qué eso de ser Deán, presidente del Cabildo de la Catedral. Todos los periódicos hablan del nuevo Deán. ¿No es Joaquín? ¿Qué ha pasado?... y entre bromas les decía:« Ser Deán es algo que ni el Obispo puede ser». «¡Anda ya!», me decían. Y les respondía, que claro que sí. Por mucho que Don Demetrio se empeñe, nunca podrá ser Deán de la Catedral de Córdoba. Y me comentaban, que eso no puede ser. Y se lo aclaraba: ser Deán de la Catedral solo está reservado para aquellos a los que Dios ha elegido, lo mismo que para ser Obispo de Córdoba Dios eligió a Don Demetrio, pero no para ser Deán. Eso, para este tiempo, solo Dios así lo quiso. Fue para mi hermano y amigo Joaquín. Así Dios lo ha querido.

Y ahora ¿qué? Pues nada. Vulgarmente: más de lo mismo. Los cambios de personas en la Iglesia no son como en la vida política. El Cabildo Catedral seguirá cumpliendo con su misión de cuidar con esmero, dedicación y delicadeza la misión que tiene encomendada: la Catedral de Córdoba. Joaquín, como hasta ahora Manuel Pérez Moya, coordinará y armonizará el trabajo de un «senado» de sacerdotes que entre sus inmensas responsabilidades ordinarias también tiene el encargo de la Iglesia de velar por este templo, faro del occidente mediterráneo, luz de una cristiandad que peregrina al encuentro del Salvador.

De todo lo publicado, lo que me alegra es que la Catedral de Córdoba sea noticia. Ya decía Pablo VI, y que San Juan Pablo II no se cansaba de repetir: «Aquello que no es noticia no existe». Hoy, debido a los críticos contra la Iglesia Católica en Córdoba y no tanto por mérito propio, hemos sido capaces de adaptarnos a los nuevos tiempos, saber transmitir con los nuevo lenguajes nuestra naturaleza y contagiar a todos, especialmente a los fieles cristianos, que este templo, icono universal, es la casa de todos los fieles cristianos que caminan en Córdoba, que es tan inmenso que puede albergar a toda la humanidad; tan maravilloso que puede convertir el corazón del más alejado del Dios vivo y verdadero. Y esto solo es posible contemplando silentemente el templo más maravilloso y único en el mundo: la catedral de Córdoba.

Joaquín Alberto, sencillamente, y sin alharacas e histrionismos, es el nuevo Deán-Presidente que gobernará en los próximos cuatro años este gran navío que pausadamente sigue contemplando, desde el mejor atraque, el pasar del Betis, el río que lleva allende de los mares el musitar de las armonías angelicales que brotan del manantial que se alimenta de la sangre de los innumerables mártires que entregaron la vida por la fe que sustenta los cimientos de nuestra Catedral.