El portalón de San LorenzoManuel Estévez

La letra 'de peloteo'

«La «Viuda», como se la llamaba familiarmente, era inapelable: mientras no pagaras no tenías más suministro de material»

En la tarde del día de Nochebuena volví a ver la película 'Plácido' (1961), de Luis García Berlanga (1921-2010). La rocambolesca trama se monta a partir de la devolución de una letra de cambio que trae en jaque al pobre Plácido, que colaboraba con su carromato en una campaña de buena voluntad por Navidad. Aun con las exageraciones propias que tanto le gustaban a este gran director, lo que le ocurría al protagonista pasaba multitud de veces a cualquiera al que le giraban una letra con «gastos» y no tenía para pagarla.

Fotograma de 'Plácido'La Voz

Las letras han sido siempre fuente de numerosas historias en nuestro país. Como aquella que le prestó el financiero Juan Abelló Pascual a Mario Conde para que pudiese conseguir con ella la presidencia del Banco Español de Crédito (Banesto). Fueron más de tres mil millones de pesetas, y lo curioso es que el préstamo no se hizo en un talón al uso o en efectivo, sino en una simple letra rellenada a mano que estaba hasta un tanto arrugada.

Otras veces aquello tenía su suspense, como le pasó al Sporting de Gijón con el talón de 63 millones de pesetas que le entregó el FC Barcelona por el fichaje del entrañable Enrique Castro González 'Quini' (1949-2018): cuando fue a cobrarlo se lo devolvieron. Los directivos del Gijón se subieron por las paredes y creyeron que eran los «Plácidos» de aquella situación. Afortunadamente, luego se aclaró todo y se resolvió el asunto.

Centrándonos ya en lo local, por los años 1970-80 una de las empresas de Córdoba más rápidas en reaccionar cuando se le devolvía una letra era la Viuda de Victoriano Gómez, dedicada a comercializar hierros y ferretería. Por su gran solidez, era de las pocas empresas cordobesas que no negociaba el papel que le giraba a sus clientes. Esas letras las «aguantaban en el cajón», como se solía decir, y sólo las llevaban al banco al final para que, mediante una pequeña comisión, las pusieran al cobro. Pero si llegaba el día del vencimiento de la letra y no era atendida, justo al día siguiente un procurador con domicilio en la calle Ramírez de Arellano te enviaba una notificación escrita con una caligrafía muy elegante de color morado en la que ”aclaraban” todo lo que podía pasar si no se pagaba. En este aspecto la «Viuda», como se la llamaba familiarmente, era inapelable: mientras no pagaras no tenías más suministro de material. Además, llegabas a sus oficinas en Ronda de los Tejares y te causaba sensación contemplar a principios de los años setenta cómo sus empleados aún utilizaban manguitos de protección y los clásicos tinteros para su escribanía.

En este aspecto, mucho más despreocupada en todos los sentidos nos parecía Almacenes Roses, una empresa similar, también con un gran almacén de hierros. Quiero recordar aquí a Antonio Blanco, el que fuera responsable de su sección de ferretería, un profesional como la «copa de un pino», y además un cordobés de los pies a la cabeza, siendo uno de los fundadores de la famosa peña Los 14 Pollitos en la calle Montañas (esquina con Montero), en una pequeña taberna que tenía el mismo nombre de la calle regentada por un hombre muy agradable, vecino de Carmela 'La Piconera' en la calle María Auxiliadora.

El equipo de administración de Almacenes Roses estaba encabezado por Paco Serrano Rodríguez, un hombre de aspecto muy elegante y con una gran mata de pelo, hermano del famoso guitarrista Juan Serrano que grabara los acordes del reloj de las Tendillas. Ambos eran hijos del guitarrista Antonio 'El del lunar'. Paco Serrano era muy tolerante y comprensivo con los clientes, y Almacenes Roses lo último que te negaba era el suministro, pues ellos eran de la filosofía de que si no podías trabajar menos podrías pagar. Así que por la mano de Paco Serrano pasaban casi que más letras que por un banco, y con sólo un vistazo sabía las que estaban firmadas para pagar (las menos) y las que lo estaban simplemente para ganar tiempo. Medio en broma, con toda seguridad sería capaz de tirar las letras a "arrú” y las pocas que se pagarían en su plazo serían las que cayesen de canto.

Por otra parte, cualquiera que de alguna forma colaborara durante esos años con alguna pequeña empresa subcontratada de la construcción llegaría a conocer perfectamente un curioso mecanismo para pasarse de unos a otros una serie de letras para obtener liquidez. Estas letras no estaban soportadas por factura alguna y se conocían en el argot como letras 'de peloteo'. En la mayoría de los casos los bancos se olerían el percal, pero aun así las negociaban porque al final siempre había quien las pagaba. La primera persona que oí hablar y practicar lo de la letra 'de peloteo' fue a un tal Ambrosio 'El de las cabras', que del Cerro de la Golondrina, se marcharía por la zona del Polígono de Levante y este hombre se sacaba una letra para negociar 'de peloteo' de cualquier bolsillo de su chaleco.

La letra 'de peloteo' no era únicamente cosa de los pequeños empresarios que iban tirando como podían, siempre con el agua al cuello pidiendo tiempo para buscar dinero debajo de las piedras. También eran empleadas por empresarios de alto copete, donde se movían importantes cantidades de dinero y se emitían letras infladas con importes superiores a los realmente facturados, para ir intercambiándoselas de unos a otros como medio de pago. Con ello se generaba un dinero extra en circulación para mover la economía e ir realizando grandes adquisiciones. ¡Para que luego digan que en Córdoba falta cultura financiera!

Sobre las letras tengo para finalizar una anécdota simpática. Un día de 1984 fuimos a las oficinas de una empresa que nos había encargado la carpintería de aluminio de una urbanización de chalets en Robledo de Chavela (Madrid). Íbamos a ver si podíamos intentar cobrar algo de lo que nos debían, pero nos encontramos la puerta de la oficina abierta: el 'pájaro' principal había volado. Ya se nos habían adelantado los carpinteros, el fontanero, el electricista… y allí no quedaba nada, solamente un botijo sin agua y un gato negro que maullaba, seguramente de hambre. Eso sí, permanecía aún una elegante mesa de despacho en la que el constructor solía firmar sus letras a diestro y siniestro.