Subidos en los hombros de gigantesBernd Dietz

La decencia en tiempos de zozobra

El mal es más recio y prolífico que el bien. Con otras palabras lo ha sugerido De Lubac, y así es. También lo sabían Hobbes y Adam Smith, como lo desconoce –o lo simula para mejor engañarnos—ese sentimental bocazas ávido de dinero, que enviaba uno tras otro a sus hijos al hospicio según los iba engendrando, el colega Juan Jacobo. Aunque el segundo resulte inmortal, porque siempre aflora por generación espontánea, como una pulsión irreprimible que corresponde a lo que de sagrado reside en el hombre, siempre tiene encaramado encima, pisoteándole su vulnerable donaire, al primero, el que con desdén e insolencia despliega su zafiedad, egoísmo y rencor obtuso. Se diría que nada saca más de sus casillas al ser maligno que la inocencia, la dignidad o la virtud. Son como una ristra de ajos para el conde Drácula.

Naturalmente, gusta la maldad de disfrazarse con las ropas de la bondad, apuntarse al uso inmerecido de lo ajeno, valerse de la doblez, la hipocresía, el cinismo y la histeria. Máxime cuando el travestismo y los delirios transicionalistas de caprichosa o forzada elección se han convertido en el actual santo y seña. ¿No es abracadabrante cómo sobreactúa la turba podemita? Su chabacanería es propia de cabaré y barrios poco recomendables, aunque ellos sean señoritos. En fin, dime de qué presumes, y te diré lo que te falta. Pues la santurronería viene a ser lo opuesto a la santidad. Basta reparar en la vocecita meliflua y las poses de humildad altruista, tan típicas del psicópata al que han calado hasta sus cómplices, siervos y adláteres. Es el instrumental sapiencial y el fondo de armario de un impostor de altos vuelos. Pero con estos bueyes hay que arar. En la actual secuencia de sátrapas que rigen la mayor parte de naciones de nuestra asendereada hispanidad, el principio inspirador es el totalitarismo blando, la transmisión por vías tan taimadas como cobardes del envilecimiento, la consagración oficial de la mentira, el vaciamiento moral de la sociedad. Y ello, para nuestra desgracia, mediante la destrucción de los afectos familiares, la inquina a cualquier vocación de mejora desde la libertad individual, el asco irrefrenable a la verdad y la belleza. Desde luego, nunca se puede decir que no llegará algo peor.

¡Ah, pero qué humano –parafraseando a Nietzsche- es ceder y abandonarse a la pulsión diabólica! No se piense en una perversidad sofisticada, en un maquiavelismo sutil, en un plus ultra de alcance metafísico. Esto no viene de la estratosfera, ni huele a brujería o azufre. Antes bien hablamos de una mugre ordinaria y comprensible, consustancial al terruño. De una causalidad transparente, una reactividad mecánica. La que conforman y articulan vulgarmente la envidia, la fealdad, la impotencia, el vicio, la indolencia, la estupidez. Porque en la base de la pirámide no hay victimización ni injusticia –esos trillados fetiches del vendedor de alfombras o altisonante vendehúmos-, sino odio a los méritos ajenos, afición a la trapisonda y el atajo, la convencional picaresca que tanto disgustaba a don Gregorio Marañón, y con la que el médico filósofo detestaba que se identificase a España, sin duda por valorar, antes al contrario, lo mucho que de edificante existe en nuestra etnicidad.

¿Qué puede hacer el bien, vista la hostilidad que le profesa el mal? ¿Apuntarse a la moda de afirmar que no hay hechos sino opiniones, que todo es relativo, inverificable, contingencia azarosa? ¿Ignorar las agresiones? Consentir los abusos, y dar por irrefutables las mentiras y la intoxicación de las mentes bisoñas, troqueladas mediante la fuerza bruta, no puede ser solución.