Es un fino equilibrio, una línea invisible que, cuando se cruza, equivale a lo que para las legiones romanas suponía cruzar el Rubicón. Lo hizo César y se proclamó dictador y la historia, como acabó, ya la saben.

Eso mismo pasó en las cofradías hace, aproximadamente, un par de décadas, pero como la franja era invisible, pocos se percataron de lo que estaba sucediendo. La jerarquía cambió y nos echamos en los brazos de las bandas, en los capataces y en los costaleros carismáticos. Tanto fue así que, desde unos años acá, una hermandad ha tenido que crear una exaltación al nazareno para resaltar lo evidente (ya no lo es), que es el gran protagonista del cortejo, al margen de la imagen a la que acompaña.

Esa actitud devocional, reverencial ante la representación del hijo de Dios y de su madre, se perdió con el cambio de jerarquía, que resultó en realidad un cambio de régimen. Ya lo sustantivo fue acudir puntualmente a los ensayos, ser excelente en la técnica, rodear de folclore la pose del costalero, la imagen -perfectamente encuadrada- del capataz ante la cámara, el repertorio exacto de la banda, el estilo y el visionado por YouTube de las marchas interpretadas, para ensalzar o echar abajo.

Con esos ingredientes, la soberbia (que, conviene recordar, es el peor de los pecados, porque atenta contra el alma) apareció a borbotones, como el petróleo en la mítica película de James Dean. Lo que pasó fue tan sencillo como aquello de ´morir de éxito´. La marabunta se entregó a ellos y ya no parece que haya vuelta a atrás que nos salve.

Desde entonces hasta ahora han surgido capataces como los níscalos cuando sale el sol después de la lluvia. La mayoría no dan el nivel, si no es por imitación, lo que resta cualquier aportación. Fotocopias sin personalidad que suplen con el ego, con la vanidad, el narcisismo y la soberbia.

Ejemplos hay como un manojo de espárragos, si criticas a uno (doy fe), lo más bonito que te llega es que te va arrancar la cabeza (la mía es grande y lo tendrá difícil si no va al gimnasio) o que te han dedicado una levantá (a esto último no hay que echarle cuentas porque ese tipo de leyendas urbanas ya las viví hace demasiado).

Hay más situaciones y, una de ellas, se ha vivido en lo poco que llevamos de 2023. Un costalero fue supuestamente expulsado de una cuadrilla el día de la igualá. Según relatan los que vivieron la escena, el damnificado era un hombre de la casa que cometió el pecado de salir con el otro capataz de la cofradía en otra hermandad.

Un ataque directo al ego del capataz que lo echó, sin miramientos, por cometer el pecado de jugar en dos ligas. El ejemplo futbolístico es tal cual, porque esa forma de proceder es de todo menos algo que recuerde al sentido que albergan (o albergaban) las cofradías. Y todo con el silencio cómplice de quien, en teoría, manda sobre el capataz.

Pero las juntas de gobierno llevan presas mucho tiempo de sus propios designios, ya que nadie quiso ver cuando una cuadrilla tumbó por primera vez un cabildo de una hermandad que el dragón ya tenía tres de las siete cabezas.

Ahora -lo dicho-, ya no hay marcha atrás, solo queda asquearnos de lo que hemos hecho, de en qué hemos convertido lo que una vez nos hizo rezar, nos condujo a la felicidad y se ha tornado en un mundo de sombras donde cualquier situación es posible.