Subidos en los hombros de gigantesBernd Dietz

Dándole la vuelta a la tortilla

Actualizada 05:00

Acusa Putin a los países occidentales de «empezar la guerra para imponer sus valores totalitarios» y que los rusos no vacilarán en «usar la fuerza para detenerla». Unas impactantes aseveraciones. Pues debería el líder del Kremlin pagar derechos de autor a George Orwell, porque no es posible mayor densidad de Newspeak o neolengua, de andanadas contra el sentido común, de inversión especular del sentido o de alteración de la realidad evidente.

Eso sí que es poner de revés el calcetín, tornando lo interior en exterior, lo negro en blanco, resignificando la crueldad como caricia. Sin embargo, el líder eslavo no está solo en el dominio de esta pericia locutiva. Su receta para tener razón, venderse como un cacho de pan, convertir a sus víctimas en verdugos, y en servicios al avance de la humanidad sus sanguinarios crímenes, más vieja que Carracuca, apenas consiste en echarle rostro, creerte tus embelecos o aparentar hacerlo, y prodigar el sostenella y no enmendalla con harto impávida socarronería. Es carnaval todo el año, y nuestro gobierno decreta que uno es legalmente lo que se le antoje ser de boquilla.

El motivo y el mecanismo por los que España, como entramado político, mediático, educativo, artístico y cultural, está seriamente enferma se cifra en que el noventa por ciento de los intervinientes comparte método con Putin: reivindicar sin pestañeo lo espurio, lucir desprecio irrestricto por cualquier verdad sólida, constatable, exterior, incontrovertible, objetiva; y desplegar una epistemología de la hubris, el relativismo, la labia procaz y, muy importante, la venalidad. Porque todo se compra y se vende, y el rédito es lo único y primordial. De ahí que la mentira, esa congénita garrapata alojada entre nosotros desde hace más tiempo del que es sano recordar, nos acompañe cada minuto, a cada paso, en cada trance de la cuna a la tumba. Aire nuestro, diría don Jorge Guillén.

Cada vez que nos cuenta historias Sánchez, con ese aterciopelado bisbiseo de galán de culebrón, cada vez que Pablo Iglesias habla de fascistas y fascismo, cada vez que el lucrativo coro de profetas progresistas, y el de sus remedadores de derechas, nos brindan su último aspaviento destinado a salvar al mundo, velar por los derechos de los inocentes y reprimir cual esforzados justicieros la amenaza del último apocalipsis, están demostrando que se han fogueado en la misma academia de arte dramático que el agresor de Ucrania; igual que esas ministras responsables de trenes, fondos europeos, educación, impuestos, sanidad, meteorología y el etcétera completo.

Se pierde un tiempo precioso asistiendo a tan chocarrero espectáculo, que las fuentes digitales -en especial las ligadas al poder y el dinero- multiplican a diario, sabedoras del morbo adicto con el que son consumidas por eso que antes se llamaba la ciudadanía, y hoy es clientela ávida de dichas patrañas. A la par, es imprescindible observarlo por el rabillo del ojo, porque los actores, guionistas, escenógrafos y autores de tan zafio sainete no van a dejar de engordar a costa nuestra.

Tristes tiempo, a fe. Porque mal está que nos roben y avasallen, mientras maquinan cómo jibarizar las humildes libertades que subsisten en la vida privada. Peor aún, que digan que es por nuestro bien. Y bastante peor todavía, que ensucien nuestros días de fealdad y estupidez con ese su cursi, cansino retintín.

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