El semanario de la anormalidadPaco Ruiz

Perplejidad

«Una sociedad que protege a las ratas y no a sus hijos es una sociedad enferma»

Intento dar un nombre a estas líneas que, a modo de resumen, describan lo que con ellas quiero trasladarles, no sin la frustración de ser incapaz de resumir mi decepción continua en esta clase política, y aún más en nuestros gobernantes, con tan solo dos o tres palabras que definan el hastío del auditorio a sus manejos.

Llevo semanas de profunda tristeza viendo cómo todo se derrumba sin una sola voz responsable que advierta o alerte del futuro que estamos dejando a nuestros hijos. Observo con perplejidad ( tal vez este sea el título adecuado a este artículo) que matar a una rata conlleve un castigo insospechado incluso en esta España desdibujada, y por supuesto me entran ganas de llorar comprobando que en la sanción a la muerte intencionada de semejante bicho subyace un nivel de protección social que ya quisieran para sí todos los nasciturus que no verán la cara de sus padres o sus abuelos, que no nos harán disfrutar con sus sonrisas o enloquecer con sus desmanes conforme vayan creciendo, que no nos acompañarán en el camino, no por una cuestión médica o ética, sino por desdicha de una sociedad que ha decidido financiar su sacrificio, llegando incluso a señalar a aquellos que se niegan a adorar la sangre que brota de semejante ignominia.

Puede que el príncipe de este mundo por fin haya encontrado a quien se arrodille ante él, ávido de ser recordado por la Historia, deseoso de tener el orbe a sus pies, embriagado por el poder y las loas de acólitos, acólitas y otros, prestos a ofrecer al dignísimo la pila de todo menos de agua en la que lavar sus manos.

Defender la vida se ha convertido poco menos que en una labor abocada al ostracismo, caduca y trasnochada, propia de casposos soplagaitas y capillitas, que no ven más allá de sus dictados religiosos, de la educación judeocristiana del pecado, resquicio, cómo no, del franquismo.

Sin embargo, yo no he conocido a ninguna madre para quien lo más importante no sean sus hijos. Y sinceramente me cuesta creer que quien aborta lo haga sin duelo, de mayor o menor calado, pero sin daño. Sencillamente no me lo creo.

Una sociedad que protege a las ratas y no a sus hijos es una sociedad enferma, pero no de cualquier malestar más o menos grave, sino terminal.

Y sin duda que es lo que subyace tras todas estas estrategias. Hay que cargarse el sistema sea como sea, y toda vez que las instituciones resisten, es preferible ir sentando valores nuevos que, bajo el manto de la modernidad y el progresismo, nos hagan cada vez más débiles cuando no adictos a las vacunas que nos suministran.

Tengo un amigo que, después de varios años viajando a Alemania, llegó a la conclusión de que tras la Segunda Guerra mundial, los aliados echaron algo en el agua para volver dóciles a los que años atrás tuvieron, a paso de oca, sometida toda Europa a los caprichos de un dictador salvaje.

Y ahora compruebo que esa estrategia se ha perfeccionado bajo la de esta especie de oscilamiento psicológico, que nos somete día sí, día también, a estímulos nuevos que nos hacen pasar página rápidamente mientras sus desmanes quedan asentados en las normas aprobadas el día anterior.

Cuando la Historia se escriba y nos permita leer pausadamente esta vorágine de locuras institucionalizadas que hoy nos someten, tendremos oportunidad de darnos cuenta de nuestros errores, de añorar a los amigos que dejamos de ver por las prisas a las que nos arrastraban, de haber abrazado más a los padres que perdimos, y por supuesto, de llorar a los hijos que no tuvimos.

PDA: Bajo tus alas protégenos, San Rafael.