El portalón de San LorenzoManuel Estévez

Rufián y las ratas

Recuerdo perfectamente, como si fuera ayer, una frase que soltó: «Por cada rata que se ve suele haber diez escondidas»

En febrero de 1959 el Padre Antonio Díez Blanco nos impartía una nueva asignatura llamada Seguridad e Higiene en el Trabajo. Era en el aula grande, junto al despacho del director de la Universidad Laboral, el Padre Roses. Allí estábamos prácticamente todos los alumnos de tercero de Oficialía Industrial, pues esta asignatura sería común para todos. Se nos facilitaban apuntes hechos a multicopista, quizás al no existir todavía libros concretos sobre este tema.

El Padre Díez era un dominico, posiblemente de los de mayor edad del profesorado. Además tenía el título de médico de empresa. Como ejemplo de la gran y diversa preparación de muchos de los profesores de aquellos años, lo mismo te hablaba de teorías científicas que echaba mano de la Historia. Así que en una de estas clases nos empezó a hablar de la peste bubónica, transmitida por las pulgas que portaban las ratas, llegadas a Europa desde Oriente.

Rata de aguaLa Voz

De este papel como transmisores de «pulgas y otros parásitos patógenos» por parte de las ratas nos hablaría largo y tendido. Que este roedor, según parecía, en cada continente tenía un color distinto. Que aquellos brotes de peste de los siglos XIV, XV, XVI, XVII, XVIII… empezaban en los puertos de mar con la llegada de cualquier barco de mercancías que viniera de Oriente desde el que descendían las ratas, y que por eso en España fue muchas veces Barcelona la puerta de entrada de la pandemia. Nos habló profusamente de que en los primeros brotes medievales la población europea fue reducida casi a la mitad, que murieron entre el 30% y 60% de los habitantes según zonas en Europa y Asia, y que las cifras de fallecidos se estimaron entre 80 y 150 millones de personas.

Y sobre todo recuerdo perfectamente, como si fuera ayer, una frase que soltó: «Por cada rata que se ve suele haber diez escondidas».

Tras toda esta divagación histórica, se centraría ya en lo propio de la clase sobre seguridad e higiene en el trabajo, para evitar los accidentes de trabajo, que asimilaba a una ”plaga” de la práctica laboral en aquellos tiempos de balbuceo industrial, por lo que insistía en que debíamos poner todo de nuestra parte tomando todas las precauciones posibles en los centros de trabajo para evitar accidentes.

Se empezaba pues con la prevención laboral en serio y así, cuando llegué al mundo laboral, a primeros de los 60, en mi empresa Westinghouse funcionaba a la perfección un «Comité de Seguridad e Higiene», que se preocupaba de que todos los trabajadores tuviesen su ropa adecuada, sus botas de protección, sus guantes, gafas… y hasta sus cortinas de separación para cuando soldaran. Además dicho Comité velaba porque los trabajadores, en función del trabajo que realizaran, cobrasen su derecho a suplementos que se denominaban: «Tóxicos, Penosos y Peligrosos», y que significaban un importante porcentaje de su sueldo.

Luego estaban los Inspectores de Trabajo, como los señores Rodríguez Caracuel y Zafra, y un técnico que recuerdo de nombre Avanzini, que estaban continuamente en la fábrica atendiendo cualquier petición del Comité de Empresa para intervenir. Es más, puedo asegurar que se quiso instalar una máquina con disco de corte para trocear barras de material con las que alimentar los tornos «revólver». Entre discusiones y requerimientos se tardaron dos años para su autorización. No hace falta decir que hubo que dotar aquel puesto de trabajo con mamparas que lo aislara en derredor y dotar al trabajador de sus gafas de protección (que eran hasta graduadas), su mandil de cuero, sus orejeras para los ruidos y la propia protección ante una hipotética rotura del disco. El mono de trabajo y las botas no las menciono, pues se daba por supuesto que todos los trabajadores disponían de ellos.

Ese tiempo pasó, y ahora son muchas las ocasiones que nos preguntamos dónde estarán aquellos Inspectores de Trabajo y técnicos que deberían velar por evitar los accidentes de trabajo. Para ver su ausencia basta haber pasado al lado de cualquier obra pública de esas que se suelen hacer ahora con fondos europeos, ya sea la realizadas en las calles Jesús María, Cruz Conde, San Pablo, Realejo, etc. o en las recientes de Santa María de Gracia y la plaza de San Lorenzo. Muchos de los operarios de estas obras ignoran de forma «olímpica» cualquier medida de protección. Se les ve sin casco, sin ropa ni calzado adecuado, sin gafas protectoras y sin pantallas, mientras utilizan potentes herramientas portátiles cortando losas, mármoles, hierros, maderas y todo lo que se les ponga por delante. No sólo falta seguridad para ellos mismos, sino que ponen en peligro evidente a todos los viandantes que pasan continuamente por la calles a su lado. Tampoco pasa un policía para advertirles. Todo ello a pesar de que ahora nuestros «líderes» políticos, empresariales y laborales nos venden la «Seguridad e Higiene en el Trabajo» como si la hubiesen creado ellos mismos hace dos días «tras los negros años de oscurantismo». Se crean puestos específicos de prevención en las empresas, se dan incontables cursos, participan las centrales sindicales y empresariales en variados comités y comisiones al respecto, se hacen innumerables proyectos de riesgos laborales, etc. etc. Pero parece que desde los acomodados despachos de las alturas nadie ve nada y esta «plaga» de malas prácticas laborales se extiende por todos sitios.

Pero volviendo al tema de las ratas, escondidas o no, ahí tenemos al político Gabriel Rufián, que lo mismo se mete con la esencia de la religión cristiana despotricando contra el Espíritu Santo, como «la paloma que embaraza», que habla de los «malvados pijos» o se permite chascarrillos oratorios como ese de «las cloacas hay que limpiarlas de ratas, porque las ratas se lo comen todo». Por supuesto, estas «ratas» son los que no tragan con sus consignas.

El tema de las declaraciones de este rufián en el Congreso de los Diputados fue motivo de discusión entre un grupo de amigos en «Casa Millán» de San Juan de Letrán, ya jubilados, que el que más y el que menos hemos trabajado más de cuarenta años. Jubilados con sus pagos de IRPF, IVA cuando compramos y demás impuestos de todo tipo. Ese dinero sirve, entre otras cosas, para pagarle al señor Rufián un sueldo de catorce pagas de 9.041 euros (más o menos nueve veces el de un trabajador, y de ellos 2.000 libres de impuestos) para hacer uso de una tribuna oficial riéndose de las creencias de la mayoría de la población que lo mantiene.

En el grupo estaba el amigo Ignacio, profesor de EGB jubilado, que dijo que ya de antiguo había una obra literaria que se denominaba «El rufián cobarde» y que le venía como anillo al dedo, porque este rufián no tendría «bemoles» de meterse con según quién o qué religión.

Luego, Enrique, que trabajó en la Telefónica, comentó que este hombre debe de saber mucho de «pijos», pues en su partido hubo muchos matones y cobardes, que mientras los soldados de uno y otro bando luchaban a muerte durante de la Guerra Civil se mantenían siempre en retaguardia robando y asesinando, y maldecían como «pijos» al Tercio de Montserrat (tan catalán que la mayoría de sus requetés eran payeses que no sabían ni hablar castellano) mientras les perseguían en su huida final a la carrera hasta Francia.

Quizás el más duro de todos fuese Eduardo, que estuvo más de cuarenta años sacando arena del río Guadalquivir. Según él, lo de hablar tan mal de España, país que le paga, suele ocurrirles a muchos que más que nacidos han sido «vomitados».

Y lo peor no es este rufián, que no deja de ser una especie de payaso sin gracia que vemos en público. Es, como decía mi profesor, que por cada rata que se ve suele haber diez escondidas. Al final vamos a tener a las ratas decorando la sala de estar.