Una cuaresma canónica
Una «cuaresma canónica» es la que seguramente habrá de entenderse desde su origen y más primera inspiración en el pensamiento y praxis de los Padres de la Iglesia, sobre todo, en lo que concernía a la preparación inmediata de aquellos «electos» que se disponían para la recepción de los sacramentos de la Iniciación cristiana en la Vigilia Pascual. La historia nos enseña que cuando, a principios del s. IV, se estableció la cuaresma en las Iglesias cristianas, esta adoptó el aire de un gran retiro bautismal: el conjunto de la comunidad acompañaba a los futuros iniciados, reviviendo ella misma su propio caminar hacia la regeneración, hasta culminar con la Eucaristía solemne de la noche de Resurrección.
La cuaresma, desde su aparición, se consideraba como un tiempo particularmente favorable para dispensar con mayor abundancia la Palabra de Dios. Las comunidades eran invitadas a reuniones frecuentes a veces cotidianas en que los obispos (cuando no se confía a presbíteros escogidos por su competencia) comentaban las Sagradas Escrituras para los «electos» y la comunidad cristiana. Además se exponían los diversos artículos del Credo, por lo que al finalizar esta enseñanza tenía lugar la Traditio Symboli y la Traditio del Pater noster. Era un hecho determinante el comprender esta catequesis no como una enseñanza puramente intelectual o un ejercicio escolar, sino como un momento de proclamación y escucha de la Palabra de Dios en el seno de la comunidad cristiana. En esta proclamación de la Palabra estaban especialmente presentes tres pasajes de la Sagrada Escritura que son precisamente los que podremos escuchar en el presente ciclo litúrgico: 1) El evangelio de la Samaritana (Jn 4, 16-42) con el episodio de la fuente de Meribá (Num 20, 1-13); 2) El evangelio del ciego de nacimiento (Jn 9, 1-14) con la invitación de Isaías: «lavaos, purificaos» (Is 1, 16-19); 3) El evangelio de la resurrección de Lázaro (Jn 11, 1-45) con la evocación de Elías que devuelve la vida al hijo de su anfitriona (1 Re 17, 17-24). Desde estos pasajes el «electo» era iniciado en la comprensión del misterio de su regeneración por el Bautismo como agua, luz y vida.
Un elemento como el de los «escrutinios» era especialmente cuidado. A través de tres escrutinios el catecúmeno percibía su condición de «elegido» que ha de dejarse hacer para llegar a ser «apto» en la «confesión de la gloria» de Dios y recobrar su antigua dignidad, la del paraíso. Por los escrutinios el «electo» era invitado a descubrir lo que la vida cristiana tiene de combate por el enfrentamiento a unos obstáculos y de examen que permite verificar y discernir las disposiciones cara a la fe y a la vida en Cristo.
Otro elemento determinante en las celebraciones prebautismales era el de los exorcismos que eran entendidos de un modo cuasi sacramental «como la molienda del trigo constituye la primera etapa de la confección del pan». De suyo, los exorcismos no operan la remisión de los pecados, pero comprometen al candidato en el camino de la conversión que no podría recorrer con sus solas fuerzas. No en vano, la vida cristiana es un combate contra el mal, en el que hay que ejercitarse entrando en la lucha victoriosa de Cristo en su pasión. Renunciar al «hombre viejo» es distanciarse de un mundo marcado por el pecado, el del «príncipe de las tinieblas»: de ahí las alusiones e incluso las adjuraciones del demonio, que fueron adquiriendo cada vez mayor lugar en estas fórmulas. Sin embargo, es la acción del Salvador la que se pone ante todo de manifiesto, como lo expresaba admirablemente san Juan Crisóstomo, comparándola a la actitud de un mal árbitro: «En los combates olímpicos el árbitro se mantiene en medio de los dos adversarios, sin favorecer ni al uno ni al otro: espera el desenlace. Si se coloca entre ambos es porque su juicio se equilibra entre los dos. En el combate que nos enfrenta al diablo, Cristo no se mantiene en el medio, es enteramente nuestro… Al entrar nosotros en liza, nos ha ungido, mientras que ha encadenado al otro… para paralizarlo en sus asaltos. Si doy un traspiés, me da la mano, me levanta de mi caída y me pone de nuevo en pie…».
Desde la institución de la cuaresma, la ascesis constituía un elemento suyo esencial y los competentes se someten a la misma como los fieles: eran invitados a la abstinencia de vino, de carne, de baño, a la oración nocturna, a compartir con los pobres, etc. San Agustín lo entendía así: «Lo que empezamos en vosotros por las adjuraciones hechas en nombre de vuestro Redentor, terminadlo por un examen profundo y por la contrición del corazón. Por medio de las oraciones dirigidas a Dios y los exorcismos contra las pérfidas astucias del enemigo de siempre, nosotros luchamos: vosotros, por vuestro lado, perseverad en la oración y la contrición de corazón para apartaros del poder de las tinieblas y llegar al reino de la luz. He aquí por ahora vuestro trabajo, he aquí vuestra tarea». Es clarificador recordar como precisamente hablaban de este tiempo, que precede al Bautismo, como de una «palestra y un gimnasio», según la expresión de san Juan Crisóstomo, para el combate de la vida cristiana.
Hasta aquí lo que alguno bien podría denominar como un «arqueologismo» sin la más mínima dosis de significatividad para el presente. Y sin embargo – también para repensar lo que necesariamente habría de ser «una cuaresma canónica» para toda cristiano - «para responder a las exigencias del momento presente y afrontar el futuro con esperanza, debemos abrazar con profundo agradecimiento nuestro pasado» (J. Rico Pavés). Ya lo advirtió en su momento a un sacerdote el literato francés Léon Bloy: «La inmensa desgracia es que, al cabo de más de mil años, la Tradición de los Padres se ha perdido completamente y el significado de la palabra divina ha sido reemplazado por una increíble y diabólica estupidez sentimental. La moral ha suplantado a la Revelación y ya nadie entiende nada de las Escrituras».