Subidos en los hombros de gigantesBernd Dietz

Mami, qué será lo de Díaz Ayuso

Lo tengo constatado hasta la saciedad, en corrillos de amigos y conocidos intachablemente progresistas, buenas personas en la acepción usual del término, cuando traslucen su sentir sincero: no hay personaje, en el bando que ellos ven como contrario al suyo, a quien detesten más, con ardor más vitriólico, con aflicción más lacerante, que a Isabel Díaz Ayuso. El odio que le profesan desde el fondo de su alma y con todas las fibras de su cuerpo a quien preside la Comunidad de Madrid es africano, sin resquicios ni matices, tan vital para ellos como el aire que respiran.

Les espanta más que Aznar, tanto como Franco y don Pelayo, los Reyes Católicos o Hernán Cortés, más que la fiesta de los toros, el águila bicéfala, don Marcelino Menéndez Pelayo, la toma de Granada, la bandera nacional, el himno o la cabra de la legión. La aborrecen con pasión desaforada, como aborrecerían --si fuesen piadosos-- a la peor encarnación de Belcebú. Isabel Díaz Ayuso les pone de los nervios, los saca de sus casillas, les provoca eritema y urticaria; elegirían padecer la sarna antes que seguir viéndola en política. Se suben por las paredes si alguien habla de ella con afecto, máxime si dichos blasfemos acreditan solvencia ética e inteligencia: Joaquín Leguina, Nicolás Redondo, Fernando Savater. Se vaciarían un ojo si lograsen así dejarla ciega. Todo ello, digamos, mentalmente, fenomenológicamente, en efigie o fantasía. Mas con furor incontenible, celo identitario, certeza a prueba de titubeos.

¿Cuáles podrían ser los motivos? En primer lugar, indiscutiblemente, porque concita un abrumador respaldo electoral que les repele, pues una considerable mayoría de madrileños, amén de no pocos españoles, junto a reputados observadores extranjeros, la ven como un símbolo, una líder espontánea y natural, alguien con carisma. Esto, qué duda cabe, exaspera, igual que exaspera todo talento inusual brotado como por ensalmo, de un entorno social ajeno a las élites y aristocracias de cualquier índole. ¡Y encima se echó un novio peluquero! Aparte de no acumular chalés, áticos, fincas e inmuebles junto al Retiro, como los austeros podemitas y otros ultrarrojos del montón. En segundo término, irrita sobremanera que sea mujer, para colmo joven y físicamente atractiva, que posea un raro desparpajo, que no ejerza de pedante o intelectual, que no irradie soberbia, que exteriorice un alto grado de sentido común. Y, en tercer lugar, enfurece y encorajina que defienda sin complejos las ideas y valores del liberalismo conservador: respeto al individuo, igualdad ante la ley, un patriotismo sensato y orgulloso, aunque nada estridente.

Hallar explicación a estas reacciones no exige un doctorado en psicoanálisis. ¿No hubo incluso jefes todopoderosos, en la cúpula del mismísimo partido de Díaz Ayuso, que sufrieron aquellas calenturas, prefiriendo tirar por la borda sus carreras políticas antes que alegrarse de lo que era un activo y una obvia bendición para ellos, su causa y la propia nación? Comprender que las tirrias de esta clase son dañinas para la salud o que nos sumen en posición desairada no nos libra de experimentarlas visceralmente y propiciar su erupción. La envidia y el resentimiento son motores fundamentales de nuestra conducta. Aunque pretendamos disfrazar tales pulsiones de nobleza y altruismo, atribuyéndoles rigorismo moral, inquietud por el sistema sanitario de la capital o desvelo ante una supuesta e indemostrada corrupción, la máscara es tan endeble como transparente; y así permanecemos patéticamente incapaces de vernos a nosotros mismos en perspectiva, según somos de obtusos, ni de calibrar el papelón que hacemos concediéndonos semejante autoengaño, apenas por ponernos morados de inquina patológica.

Cuentan que durante la Comuna de París de 1871, que produjo decenas de miles de muertos, uno de los amotinados acuchillaba a los defensores del orden al grito de «¡Toma, esto por los albigenses!» Que un revolucionario socialista de finales del siglo XIX salga a matar soldaditos reales y concretos para castigar la sangrienta cruzada contra la herejía cátara, acaecida a principios del siglo XIII, refrenda cuán arraigados llevamos el frenesí y el extravío criminales, el apetito de vengar en seres inocentes la herida de una ofensa imaginaria. Sí, existe un cuarto motivo para ansiar la destrucción de Isabel Díaz Ayuso, uno compartido con los nihilistas al estilo de Serguéi Necháyev, y que en la España de hogaño porta el siniestro nombre de Memoria Histórica. Esa mentira culposa que ella desmonta cada día, al gobernar con mesura, equidad y honradez. Al demostrar, bien pedagógicamente, que España querría vivir en paz y tolerancia, como un país normal.