Vaya pulsión destructiva, la del odio. Odiar es agotador, dañino para la salud. Los odiadores sufren un infortunio y merecerían ser compadecidos, si no resultasen tan malignos. Porque nada es más hermoso, ni ensancha más el corazón, ni imprime tanta alegría a la sangre que recorre las venas como el amor a los demás, la admiración por el talento, el gusto por la excelencia o la identificación con la virtud. Aunque poseamos ingentes defectos, cometamos errores y nos dejemos llevar por bajas pasiones, sigue siendo esencial que nuestro sistema fisiológico y moral cuente con mecanismos de corrección, al objeto de reiniciar la cordura, la mesura, la ecuanimidad, la empatía: esto es, la aptitud para entender las posiciones ajenas; máxime en algo tan volátil, banal y baladí como la opinión.

Si reparamos en el volumen de basura emocional que lastra lo que pomposamente llamamos «nuestro pensamiento», así como nuestras reacciones y conductas, nos percatamos de nuestro elevado grado de insensatez, de lo poco edificantes que llegan a ser los rumbos que emprendemos. En tal contexto, el odio es lo peor de lo peor. Por eso no conviene, jamás, descender hasta ese limo ponzoñoso.

Ello no significa que debamos dar alas al odiador y permitirle que se expanda, acomode y haga fuerte a nuestro lado. Ni que podamos reconocerle ese papel de víctima que de continuo invoca, a guisa de coartada emotiva. Antes bien procede mantener el tipo, deshacer su tinglado y desbaratar una estrategia que trasciende la simulación, porque se enquista, cual garrapata, en el autoengaño. Tal vez no quepa mejor mensaje ético, de cara al estado de cosas en la política nacional, que dicha resistencia. Porque el gran fetiche, el gran timo, la gran excusa, la gran fabulación es, cómo no, la Guerra Civil, que sigue siendo cantera inagotable para quienes avivan el odio. «Nos conviene que haya tensión», disertaba Zapatero creyéndose no escuchado, mientras Gabilondo aplaudía con las orejas. Ahora como entonces, se trata de ir contra «los ricos», los sobresalientes, los cultos, los católicos; que por supuesto eran «los culpables» de que hubiera analfabetos, «pobres», maleantes, hambrientos o gente con alpargatas. Incluso dándose, como ocurre hoy en día, un elevado nivel de obesidad es un juego de niños fabricar nuevos pretextos para el odio: la desigualdad, los suspensos escolares, el clima, los heterosexuales, la inmigración ilegal, la civilización occidental, la «extrema derecha», Madrid, la familia tradicional, las pobres ratas, el día del padre.

El buen liberal, como el buen cristiano, es incapaz de odiar. Lleva interiorizada la noción de que es ineludible convivir con personas diferentes a uno mismo. Podrá mantenerse alejado de las personalidades tóxicas y aceptar la improbabilidad de la armonía, aunque sin incurrir en el sentimiento malsano del odio. Siempre hemos tenido diversidad de razas, culturas, ideologías, tendencias sexuales, inteligencias y habilidades, lo mismo que siempre se han manifestado la envidia, el rencor, el afán de dominio o el apetito de eliminar al prójimo. A sabiendas de ello, liberalismo y cristianismo son orbes de pensamiento y patrones de comportamiento que buscan suavizar las aristas, frenar la agresividad, mitigar el dolor.

Antaño era impresentable, sobre todo en el ámbito anglosajón, que en la mesa se hablase de política o de religión. Coexistiendo confesiones religiosas y partidos políticos divergentes, y lógicamente matrimonios mixtos en lo tocante a afiliación, simpatías o identificaciones, se entendía que nada bueno podía salir de la discusión, y menos comiendo y bebiendo; en tanto que el respeto, el afecto y la amistad eran considerados de superior entidad, harto más valiosos que cualquier adhesión a un credo.

La actual izquierda española, y no digamos el nacionalismo excluyente, igual que los de los años treinta, se empeñan en declarar fuera del ámbito de la respetabilidad a cuantas personas tienen conceptuadas de enemigos. En esto, poco se diferencian del islamismo, y por ende su férrea complicidad con este. Solo hay una verdad, la suya, a la que llaman «memoria histórica», o inmersión lingüística. Por eso la cultura, la universidad, las televisiones o los medios de comunicación –pese a su impostado pluralismo-- son cada vez más dogmáticos, «canceladores», homogeneizantes y hostiles. Y de ahí, evidentemente, que su odio, desprecio, sectarismo e intolerancia, respecto a liberales y cristianos, asuma el cariz de un fanatismo exterminador.