El portalón de San LorenzoManuel Estévez

Con la botas puestas

Ahí están las matanzas de los indios autóctonos californianos cometidas por el ejército norteamericano en 1846

La primera vez que vimos en persona a los americanos fue en el año 1955, cuando se extendió por la ciudad la noticia de que un helicóptero estadounidense había tenido un aterrizaje forzoso en la orilla del río Guadalquivir, junto a los Peñones de San Julián.

Allí nos congregamos curiosos de media Córdoba para ver a aquellos jóvenes militares con sus trajes de color verde-camuflaje, esperando pacientemente que alguien de forma oficial les ayudara a salir de aquel embrollo y poder remontar el vuelo.

Siempre recordaremos que las primeras personas que acudieron en su ayuda fueron Roque y su esposa Olivia, inquilinos habituales del puente de Santa Matilde. Se comentó que incluso llevaron a los pilotos extraviados un dornajo de salmorejo, y que ellos les dieron de vuelta un celebrado billete de dólar.

Este incidente había sido posible porque poco tiempo antes, el 26 de septiembre de 1953, se habían firmado unos pactos que se denominaron informalmente como Pactos de Madrid. Lo de menos para las clases humildes era quienes los firmaran por parte de España y de Estados Unidos, ni el alcance que iba a tener el establecimiento de bases militares americanas en nuestro país. Lo que les importaba era la ayuda prometida en forma de alimentos encabezada por la leche en polvo, que llegaría a todos los colegios y centros de beneficencia.

(Por cierto, que la emisora «La Pirenaica» se permitió incluso criticar aquella ayuda, dando pie al villancico: «En el Cielo manda Dios y en la tierra los cristianos, y en el aceite de oliva mandan los americanos»).

En el ámbito popular se sabía más bien poco de los americanos. Sí se conocía su intervención en las guerras mundiales, sobre todo en la segunda con la bomba atómica y su lucha desde entonces contra el comunismo. Alguno más mayor recordaría nuestra guerra de Cuba y Filipinas. Pero de su cultura y de su historia apenas teníamos referencias.

De este conocimiento disperso y básicamente anecdótico, una fuente de información era Curro «El Sopo», zapatero de nombre Francisco Conde que vivía en la calle Juan Tocino. En su zapatería todas las tardes había sesiones de «Teatro Leído» a cargo de Antonio Serrano Zurera, «El Artillero»(1900-1987). Alrededor del maestro zapatero se sentaban, entre otros, el citado «Artillero», «El Guapo» y Anselmo, todos mayores y a cuál de ellos más corto de estatura. Pero, eso sí, unos enamorados del mundo de las pistolas y del Oeste. Allí «El Artillero» declamaba, más que leía, una novela de Marcial Lafuente Estefanía (1903-1984). Y podemos asegurar que lo hacía muy bien, pues enfatizaba y reproducía guturalmente hasta el ruido de las puertas batientes de aquellos salones y tascas en donde se desarrollaban las violentas escenas entre los pistoleros buenos y malos. Daba la sensación de que hasta se masticaba el olor a pólvora. Los invitados a la representación quedaban callados con la respiración contenida y los oídos prestos para sentir la inmediata llegada del «sheriff».

También se sabía algo de los americanos en el ámbito religioso, porque en aquellos años había un famoso sacerdote católico norteamericano de origen irlandés llamado Patricio José Peyton (1909-1992). Organizó una campaña mundial del «rosario en familia» con su mensaje «Familia que reza unida, permanece unida para siempre». Llegó a Barcelona en 1965 y en la Ciudad Condal congregó a más de 600.000 personas. Aún hoy se comenta que después del Papa santo Juan Pablo II ha sido el eclesiástico que más personas ha congregado para escuchar sus homilías.

No sabemos si fue casualidad o coincidencia, pero justo en esos mismos años de principios de los sesenta Paco Valenzuela (1932-1988), un gran artista de la fornitura, había ideado hacer una bola para los rosarios en tres golpes de prensa, Los plateros se encargaron de fabricar millones de bolas para la confección de rosarios, que durante los años 1965-1975 se exportaban a Hispanoamérica. Uno de los plateros que más exportó fue sin duda Francisco Muñoz Fernández «El Americano». Paco Valenzuela, gracias a la rentabilidad de aquella bola, estrenaría un chalet en la zona de La Castilleja, al que le pondría de nombre «Villa Bola», letrero que también llegó a poner en el fondo de la piscina.

Pero, sin duda, eran las películas de cine, aunque llegaran con años de retraso, nuestra principal fuente de información sobre ellos, sobre todo las del Oeste. En estas películas los soldados de caballería eran siempre «los buenos» y los indios eran «los malos». Inocentes que éramos, llenábamos el cine de verano con atronadoras palmas cuando los soldados perseguían a los indios.

De entre todas las películas quiero destacar dos, «Murieron con la Botas Puestas», rodada en 1941, que el pueblo americano consideró como un homenaje póstumo al controvertido general Custer (que en realidad era teniente coronel) y su 7º de Caballería. Y la otra «Soldado Azul», mucho más tardía, de 1970, que fue la primera que daba sin rodeos una versión real y cruda de lo que había sido la Conquista del Oeste. Entre medias, todas las películas se habían atenido a lo ya comentado, aunque en alguna, de forma más o menos soterrada (como en «Fort Apache», de John Ford), se había tratado de ser más justo con el indio.

Cartel de 'Murieron con las botas puestas'La Voz

Y es que después de que las Trece Colonias se independizaran de la corona británica el 4 de julio de 1776, uno de los primeros documentos que legislaron sobre el «tema indio» fue la “Ley del Desalojo y el Traslado de las tribus indias", en 1830. Pero es que antes incluso de su independencia, en Massachusetts, por ejemplo, en 1703 se ofrecían doce libras esterlinas por el cuero cabelludo de cualquier indio. Aquella oferta se hizo tan atrayente que se organizaban redadas con caballos y perros para su captura.

Cinco de los firmantes del Acta de Independencia también lo fueron de esta cruel ley, y llegaron a ser presidentes o senadores de los Estados Unidos de América. Para ellos el indio no era ni persona, sino un salvaje, una fiera más. Con las penurias del traslado forzoso lograron diezmar a la cuarta parte el millón de indios que vivían en sus tierras ancestrales.

De esta labor de desalojo de los indios tampoco se escapó el célebre y admirado Abraham Lincoln, que intervino como capitán del ejército en la masacre de Bad Axe (julio 1832), contra la tribu de «Halcón Negro» (1767-1838). El pueblo fue masacrado y los cadáveres de los indios reducidos a trozos de carne. El propio cadáver de «Halcón Negro» fue hervido para separar el esqueleto y poder mostrarlo como trofeo y escarmiento.

Pero al final, los indios estorbaban en todos los sitios, y ahí están las matanzas de los indios autóctonos californianos cometidas por el ejército norteamericano en 1846, cuando Estados Unidos arrebató California a México, sucesor del gobierno español en aquellas tierras lejanas. Son las masacres de río Sacramento, el 6 de abril de 1846; la del lago Klamath, el 12 de mayo, o la de Sutter Buttes, el 21 de junio. Atrocidades cometidas por tropas al mando del capitán John C. Frémont (1813-1890), que lejos de dañar su imagen ante la opinión pública le catapultaron en su carrera política, llegando a ser senador por California y candidato a la presidencia de los Estados Unidos.

Todas estas barbaridades cometidas contra las tribus indias las relata, perfectamente documentado, el profesor argentino Marcelo Gullo Omodeo en su libro «Madre Patria», (Editorial Planeta 2021), páginas 80 a la 91, a quien remito para no hacer interminable el artículo.

Por todo ello, llegamos a la conclusión de que hace falta ser hipócritas para quitar una estatua de Cristóbal Colon del centro de los Ángeles aduciendo que la conquista de España fue un genocidio.

Y es que el pueblo de Estados Unidos es una comunidad relativamente reciente en términos históricos, formada en sus inicios por inmigrantes británicos y del norte de Europa, cada cual con un ideario religioso y cultural propio colgado en su mochila, pero donde el mínimo común era el odio, o al menos el revanchismo, contra la monarquía hispánica y su estandarte universal de la religión católica. Una España que también cometió injusticias en América, por supuesto, pero donde franciscanos, jesuitas o dominicos, así como la propia Corona, jamás toleraron desde arriba estos crímenes, porque los indios eran súbditos y no fieras sin alma.

España nunca consideró a la América conquistada objeto de botín, porque en primer lugar surgió la figura del mestizo por lo que los conquistadores no tuvieron inconveniente en mezclarse con los indígenas de la zona. Cosa que por ejemplo, los ingleses y los holandeses nunca hicieron.

También España, mientras Inglaterra llevaba a sus colonias de Australia y Nueva Zelanda, los presos políticos y malhechores, España se dedicaba a fundar universidades y así desde 1538 a 1812, fundó 32 universidades y mandó a sus profesores. Además inundó los territorios conquistados de hospitales, que por sus Leyes de protección de la Corona de España, atendía a todos habitantes sin distinción.