Viernes de Dolores
Hubo un tiempo en que las cofradías eran para unos pocos. No diré que elegidos, pero sí lo suficientemente motivados para buscar una cinta con sus buenas marchas y recordar la Semana Santa del año anterior de Domingo de Resurrección a Domingo de Ramos.
Era una heroicidad o, en su defecto, éramos una minoría. Recuerdo que en clase solo nos gustaban a dos y, cuando llegaba el Viernes de Dolores, para mí, la alegría no llegaba por las vacaciones, sino porque había completado el año, la Cuaresma, la espera.
Era el día en que Jesús salía a las puertas de la parroquia para bendecir a Aguilar, a la Campiña, pero para asistir a las otras bendiciones (la del asilo de la calle Ancha y la de la plaza), aun me restaba una semana de nervios y expectación.
Cuando las clases del Viernes de Dolores se sucedían, lo hacían lento (como las del Sábado de Pasión, esperando al Domingo de la Borriquita, Rescatado y Huerto), pero cuando tocaba la campana me sonaba como la del manijero que llamaba a los hombres que portaban a Jesús.
Vivía el mediodía soñando con mis dos mundos, el de Córdoba y el de Aguilar, mitad y mitad de aquella Semana Santa. Por la tarde íbamos a San Jacinto a ver a la Señora (algo que mucho tiempo después hice con Marcos), a las Angustias y a todas las iglesias que podía. Había esperado un año y ahora todo pasaba deprisa, frenético, vertiginoso.
De regreso a casa, mi padre descolgaba el teléfono y llamaba a su madre padre felicitarla. Luego me pasaba el auricular y felicitaba a mi abuela. Era algo rápido, casi tímido, pese al amor que le profesaba. Y, desde la distancia temporal y su calidez que aun me acompaña, cada vez que llega el día recuerdo todo aquello como un gran regalo.
Entonces no había vísperas ni extraordinarias, todo empezaba el Domingo de Ramos, pero antes el rito se iniciaba el Viernes de Dolores, el día que finalizaba con la felicitación a mi abuela. Ella se fue un Sábado Santo muchos años después, pero aun me llega el escalofrío de su día, como una señal, como el estandarte del tiempo que no puedo -ni debo-olvidar.