El portalón de San LorenzoManuel Estévez

La hermandad del Cristo de Ánimas y un quinario accidentado

«Cuando empezaron a entrar hermanos en la iglesia para la ceremonia se dieron cuenta enseguida de que pasaba algo raro»

Un grupo de entusiastas amigos, en el que se incluían miembros del grupo Cántico y de su círculo cultural cercano, decidieron en 1949 refundar la antigua Hermandad del Cristo de los Remedios y Ánimas del Purgatorio de San Lorenzo.

Las Hermandades de Ánimas eran muy antiguas y se remontaban al siglo XV. En 1499 ya existían las de San Agustín, San Lorenzo, Santa Marina y San Andrés, y su número irá aumentando como reacción a la Reforma impulsada en tiempos de Martín Lutero, hasta proclamarse una en cada parroquia, además de en otras iglesias más pequeñas y ermitas. Así, en el barrio de San Lorenzo se erigieron hermandades de Ánimas en la Ermita de las Montañas y en el Hospital de San Sebastián. El objetivo principal de todas estas hermandades, según recogían sus estatutos, era aplicar misas por las benditas ánimas del purgatorio, es decir, no eran hermandades de penitencia que saliesen en procesión. De 1545 existen documentos que demuestran que las hermandades de la Ermita de las Montañas y del hospital de San Sebastián seguían las normas de la parroquial de San Lorenzo.

A finales del 1690 las hermandades de las Montañas y San Lorenzo se fusionan teniendo como titular al Cristo de los Remedios, que venía del hospital de San Sebastián. Entonces se redactaron unos estatutos aprobados por el obispo Pedro de Salazar Gutiérrez de Toledo (1630-1706). El nombre que adoptó la hermandad fue el del Santísimo Cristo de los Remedios.

Con la invasión francesa y las posteriores etapas de desamortizaciones, la hermandad cae en total declive a lo largo del penoso siglo XIX, teniéndose que unir a otras de la parroquia como la Sacramental o la de la Virgen de los Remedios para poder sobrevivir, según consta en una respuesta del párroco en 1842 a las autoridades civiles, las cuales querían conocer el estado de las hermandades y cofradías presentes en las iglesias cordobesas (para suprimirlas, no vayan a pensar bien). A pesar de esta unión, la hermandad deja de funcionar poco después, y lo único que iba quedando era la devoción popular al Cristo del Remedio de Ánimas. Todavía en 1945 había «disputa» entre fieles del barrio por costear la luminaria del farolito que iluminaba al Cristo en su altar y que se ve en la foto que acompaña al artículo. Según el eterno sacristán de la parroquia, Pepe Bojollo, era costeada por la «Villareja» y la «Fernanda», ambas vecinas del Arroyo de San Lorenzo.

Cristo del Remedio de Ánimas, antes de su restauración

Al poco llegó la citada refundación con el permiso de don José Serrano Aguilera, párroco entonces de San Lorenzo. El grupo de amigos impulsor de la iniciativa adoptó para la Hermandad el nombre de Cofradía del Santísimo Cristo de los Remedios y Benditas Ánimas del Purgatorio, que se regiría por los estatutos de 1690, de los cuales lograron encontrar una copia en la Chancillería de Granada con fecha 20 de diciembre de 1805.

Entre los componentes más notables de la nueva Hermandad se pueden citar a Pablo García Baena, Miguel del Moral o Rafael Cantueso. Como primer paso modificaron el antiguo altar de Ánimas que había descrito Ramírez de Arellano en sus Paseos por Córdoba y que se ve también en la foto. Estaba ubicado al final de la nave del Evangelio, donde hoy se encuentra la Borriquita. Era muy amplio, hasta el punto de que en 1724 pudo acoger encima de la mesa del altar al flamante Cristo del Calvario, que aún no tenía un sitio para su ubicación definitiva. Los bellos lienzos que aparecen de fondo fueron vendidos a Rafael Ortega Rodríguez, «El Santito», de la calle Cardenal González.

Aparte de modificar el altar, sin duda lo más notable que realizaron los nuevos hermanos desde el punto de vista artístico fue la remodelación del antiguo Crucificado para darle mayor aspecto fúnebre. Se oscureció con betún de Judea y se le colocó peluca y sudario. Miguel del Moral diseñó los candelabros arbóreos y el velo de las tinieblas, además del paso que simboliza el sepulcro del Cardenal Salazar, el prelado que aprobó sus primitivas reglas. Este primer velo fue elaborado por las monjas del Convento de San Carlos de Málaga, pero a causa del sistema de elevación de la cruz para la procesión de Semana Santa debió de deteriorarse, por lo que la hermandad decidió guardarlo como reliquia. En su lugar pusieron otro elaborado por el artista Francis Pérez Artés. Los clavos del Crucificado en forma de azucena fueron idea de los hermanos Aumente.

El sacristán mayor de esos años, Antonio Ruiz Rubio, escudriñó todos los papeles del archivo parroquial, donde se constataba que el Cristo llegó a la parroquia desde el cercano y antiguo Hospital de San Sebastián, ubicado en la calle Ruano Girón (hoy Jesús del Calvario), a continuación de la casa rectoral de la parroquia. El doctor Saldaña, en su gran trabajo sobre los Hospitales de Córdoba publicado en el Boletín de la Real Academia, cita el siguiente documento sobre el mismo:

Hospital de San Sebastián. Collación de San Lorenzo

En el año 1752 había en el archivo de la parroquia de San Lorenzo una escritura otorgada en 25 de septiembre de 1519, en virtud de la cual Pero Fernández Espartero y María Fernández, su mujer venden al presbítero Francisco Fernández Pedrocheno, beneficiado de dicha Iglesia, unas casas que dichos otorgantes tenían en la citada collación, junto al cementerio que lindan con Casa-Hospital de San Sebastián.

Portada del diario La Voz (1932)

Apenas hay registros de este hospital, que no debemos confundir con la imagen actual moderna de esos edificios. En esos tiempos los hospitales eran poco más que un techo con algunas camas. En esta foto de la plaza de San Lorenzo en 1932, portada del diario La Voz, el primer portal que se ve al fondo a la izquierda corresponde a la casa rectoral de San Lorenzo, y el siguiente, de la casa más baja, es lo que fue el antiguo Hospital de San Sebastián. Desde hacía ya mucho tiempo era sólo una especie de atarazana o almacén de trastos de la parroquia. En esa vieja atarazana, además de una espléndida higuera que recuerdo, estaban las cancelas del pórtico cuando éste estuvo tapiado (que acabaron en la Compañía, como comentaré en otra ocasión), así como las piedras que formaban los parteluces de las ventanas superiores de la iglesia, eliminados al construirse las bóvedas de yeso barrocas que cubrían el techo (y que a su vez fueron posteriormente eliminadas con la reforma de la parroquia a mediados del XX).

Sobre esta atarazana se edificó en 1957 un colegio de dos plantas que hacía las veces de cine parroquial. Estos dos inmuebles, la casa rectoral y el edificio del antiguo Hospital, fueron vendidos en tiempos de monseñor Cirarda (1971-1978).

Volviendo a la hermandad, a partir de 1949 empezaba su nuevo discurrir, solventando momentos críticos a inicios de los 60 que estuvieron a punto de frustrarla (debido a un contencioso por desavenencias con la Carrera Oficial) e incluyendo el traslado del Crucificado desde su altar primitivo al altar mayor de San Lorenzo, sostenido en alto por dos grandes cables, la adquisición de una Dolorosa en los 70, su capilla definitiva abierta en los años 80 en un antiguo anexo de la Sacristía que estaba tapiado, etc. etc. Años en los que la hermandad se fue convirtiendo, sin duda, en una de las principales y más auténticas de nuestra Semana Santa.

Para terminar este ligero repaso histórico, quisiera comentar una anécdota distendida que me contó el propio Pablo García Baena de esos primeros años de recorrido de la hermandad.

Los autores de la refundación, entre los que se encontraba él mismo, quisieron dar gran solemnidad a sus quinarios como celebración litúrgica con aliento a ánimas benditas del purgatorio. Para ello contaban con una coral de canto gregoriano dirigida por Ramón Medina Hidalgo. La mayoría de sus componentes eran feligreses de San Andrés, y allí estaban Joaquín Ruiz, Fernando Naval, Conde Vera, Rafael Romero y Francisco Leiva, entre otros.

En el quinario de 1952 Rafael Cantueso Cárdenas, encargado de los cultos, sugirió para el altar un tipo de velamen con luminarias a base de lamparitas como las que utilizaban nuestros padres y abuelos en recuerdo de los difuntos durante la festividad de Todos los Santos.

Así que se montó el altar con algo más de doscientas lámparas votivas, formadas por un vaso con aceite y la lamparita dentro de una tulipa de aquellas que se utilizaban en las casas cuando el gas era la única luz que alumbraba. Se aprovechó que uno de los principales hermanos de la hermandad era el presidente del Tribunal Tutelar de Menores, ubicado en la carrera de la Fuensanta, para que éste, por su cercanía con la fábrica del gas situada en la acera de enfrente, consiguiera que los de la fábrica les facilitaran las tulipas.

Una vez montado el altar cada tulipa brillaba con luz propia con su bonita decoración, ofreciendo una imagen final impresionante. Aquel altar de cultos, sin duda, marcó toda una época por su calidad artística y, sobre todo, solemnidad.

Pero...

Rafael Cantueso Cárdenas, afanado en la tarea de encender sus más de doscientas tulipas, no se percató de que parte del aceite donado tenía un olor, digamos, peculiar. Cuando empezaron a entrar hermanos en la iglesia para la ceremonia se dieron cuenta enseguida de que pasaba algo raro. Fue el señor de la Torre y del Cerro, hermano mayor de la Hermandad el que, quizás por su baja estatura, percibió mejor que nadie lo que ocurría: olía una barbaridad a pimiento frito por toda la iglesia.

Con la hora del quinario encima no daba tiempo a cambiar el aceite de aquellas lamparillas. Todos los asistentes permanecieron con algo de callada incomodidad durante la ceremonia. Casualmente yo estuve como monaguillo ese primer día y me tocó pasar la bandeja para recoger la limosna. Por eso me extrañó un poco que don Luis Reyes, aquel devoto y bondadoso gitano de la calle Manchado, propietario de Calzados Reyes, me echara nada menos que cien pesetas diciendo: ¡¡toma, para el aceite!!

Al terminar ese primer día accidentado de los cultos, Rafael Cantueso, un poco agobiado, se lamentó ante el resto de que en la campaña de recogida del aceite para el quinario que hizo la hermandad hubiese aceptado el de Brígida, la buena mujer de la pensión «El Carmen» de la calle Gutiérrez de los Ríos. Había donado una buena cantidad de aceite que, con toda seguridad, se había usado en freír pimientos. Afortunadamente, el aceite se pudo cambiar el día siguiente.

Dentro de toda la seriedad que transmite la hermandad, Pablo García Baena, que supo unir como un maestro la solemnidad con la alegría de la vida, aún se reía como un niño pícaro cuando me recordaba este percance de aquel Quinario de 1952, «el de los pimientos fritos».