El portalón de San LorenzoManuel Estévez

La primera procesión de Ánimas

«El humo del incienso ascendía hacía las alturas y tropezaba con las notas gregorianas de aquellas monjas que rezaban cantando o cantaban rezando»

En 1951 tuvo lugar el primer desfile procesional en la Semana Santa cordobesa del Cristo del Remedio de Ánimas, cuya Hermandad se había fundado pocos años antes. En contraste con la imagen que tenemos hoy, el Cristo salió a hombros, con evidente retumbar de sus candelabros. El capataz fue el comisario de policía Gálvez, y en la cuadrilla participaron algunos «faeneros» del barrio de San Lorenzo como Nicolás García, «El Trapa», Enrique Doblas, «El Corneta», Rafael Quiles y Francisco Ruiz, entre otros.

La procesión de 1951, con El Chocolatero en primer planoLa Voz

Este último era un conocido que estaba casado con Matilde Jiménez, «La Guapa» dela calle Álvar Rodríguez, y me comentó en la Sociedad de Plateros, poco antes de morir, que les solían pagar unas doce pesetas por sacar al «Santo». Por su parte, el fontanero Pepe «El Latas» estaba casado con una hermana menor de «La Guapa», y fue el encargado, una vez que la procesión salió de la carrera oficial, de cantarle al Cristo durante todo el camino de vuelta, turnándose al llegar a la plaza de las Doblas con un tal Torralba, al que apodábamos en Cenemesa «El Fini».

El paso lo arregló Manuel Sánchez, aquel serio y eficaz trabajador que pertenecía al taller de Miguel Arjona Navarro, artista cordobés muy relacionado con la hermandad. Llevaba unos angelotes en las esquinas que representaban a los arcángeles, imágenes prestadas por las monjas del Císter y que hoy se pueden contemplar en dicho convento. Iba adornado con lirios morados, en su mayoría procedentes de los jardines del Tribunal Tutelar de menores, cuyo presidente era don Francisco Torralba, hermano mayor entonces.

En aquel primer desfile procesional la parroquia de San Lorenzo estaba a cargo de don Pedro Muñoz Adán, párroco, y don Antonio Campos González, coadjutor. De sacristanes estaban Antonio Ruiz Rubio y un joven entonces José Bojollo Arjona. Los principales monaguillos eran Pepe Parejas y Rafael Rodríguez «El Micaelo», y el organista era Antonio González Caballero. Este pequeño equipo de servidores de la parroquia acogió con impresionante ilusión a aquella nueva cofradía.

Esta primera vez, el cortejo salió a la calle con 120 nazarenos distribuidos de la siguiente forma:

- 98 nazarenos portando farol de penitencia, realizados en un taller de la Ribera.

- Cuatro nazarenos, con crótalos, en sustitución de la clásica campanilla.

- Dos nazarenos rezando el rosario.

- Tres nazarenos, uno con la cruz y dos de escolta de respeto.

- Tres nazarenos, uno con la bandera y dos de escolta.

- Tres nazarenos, con los atributos, calavera, libro y potencias.

- Cinco nazarenos, que portando un cirio corto formaban la presidencia.

- Dos nazarenos encabezando el grupo de penitencia.

No había varas de mando.

Delante del paso llevaban los incensarios, tocados de sotana negra y roquete, Antonio Rey, Juan García, Pepe Quiles, el citado José Bojollo, Antonio Priego, «El Chocolatero», y tres monaguillos. La «candela» de los incensarios se reponía en casa de Mariquita Bojollo, hermana del sacristán, al lado de la tienda de ultramarinos de Casa Julián y de la casa de Lola Soler. Comentamos esto, porque a nosotros los más pequeños nos tocaría ir a por la «candela» para los incensarios.

Detrás del paso, con la cruz parroquial, iban el párroco don Pedro Muñoz Adán, José Moyano y Rafael Rodríguez con los ciriales y José Pareja portando la cruz. El palio de respeto lo portaban Manuel Moyano, Manuel Cantueso, Ángel Fernández, José Santos, Enrique López y Rafael García.

También formaba parte de la procesión un grupo de canto gregoriano con catorce novicios del convento de los Trinitarios, aquellos que en su día comenté que jugaban al fútbol maravillosamente (a pesar de que lo hacían remangándose la sotana cada vez que tocaban el balón), y si no que se lo digan a un equipo que formó don Juan Novo, para enfrentarse a ellos y se acabaron los números en el marcador de la goleada que le metieron.

En cuanto a los que iban vestidos de nazarenos conocí a gente que salió ese primer año, lo que ocurre es que no puedo precisar quién iba en un sitio u otro, disimulados todos bajo sus túnicas. Estos son sus nombres:

Francisco Torralba, Ángel de la Torre, Andrés Bojollo, José Carmona, Luis Carracedo, Rafael Cantueso, Miguel del Moral, Carlos Tarín, Enrique Durán, Manuel Aumente, Rafael Herrera, José Aumente, Rafael Jordano, Miguel Fernández, José Prieto, Pablo García Baena, Rafael Medina y José Linares.

Fue también la primera vez de una escena sobrecogedora y bellísima: el paso del Cristo a la altura del convento de Santa María de Gracia. Las monjas, desde sus altos ventanales, empezaron a cantar música de gregoriano. Sus armoniosas notas del «Miserere» conformaban una mágica escalera musical que les permitía «bajar» a la calle y abandonar por momentos su «fría clausura», disfrutando como unas más junto al pueblo de la Semana Santa. Con toda seguridad, en aquel grupo estaría la madre Margarita, aquella encantadora monja que desde el torno te daba la paz de los buenos días. En una ocasión le preguntamos a Flora, que era la portera del convento, por qué las paredes de girar el torno estaban tan verdes, y ella nos contestó que era porque la mayoría de los días las monjas no comían nada más que espinacas, acelgas o habas, una dieta claramente insuficiente, por lo que muchas de ellas estaban en precarias condiciones de salud.

La historia de este desaparecido convento de Santa María de Gracia comenzó un lejano día de finales del siglo XV con la donación de unas casas propiedad de don Diego Ruiz de Cárdenas, personaje muy bien relacionado con la familia del Gran Capitán, que justamente en esas mismas casas, antes de la donación, estuvo recluido en una especie de arresto domiciliario. Todavía hay por ahí algún lejano descendiente que reclama algunos derechos de cuando se vendió el convento en el año 1973 por 15 millones de pesetas. Antes de esta triste venta, al parecer, la madre superiora, cansada de las idas y venidas y de la desconsideración a que se vieron sometidas en toda esta disputa, decidió abandonar el convento, y a través del Obispo de Málaga pidió la exclaustración a Roma, que le fue conseguida.

Mucho antes de toda esta lamentable historia, el año siguiente a la primera procesión, en 1952, entré por única vez en el interior del convento acompañando a Pablo García Baena. Íbamos a llevar algunos enseres de la hermandad que se guardaban entonces allí. Pablo saludó a la madre Margarita de forma cariñosa, y ella iba delante tocando la campanilla que llamaba a «clausura» para que las monjas se escondieran. El silencio era tal, con aquellos pórticos sin voz del patio, que daba la sensación de que hasta la pequeña cojera de la monja, ya mayor, servía a modo de compás para que aquellos toques de campanilla pareciesen ecos de un lejano valle de meditación. Era una sensación muy extraña.

Aquella simpática monja, la única voz que se oía, hablaba con el poeta de su pueblo, de Priego, de sus personalidades, de sus rejas y sus cancelas, y de la avenida que desembocaba en su famosa Fuente del Rey de los 139 caños. Allí, en ese silencio, bajo las arcadas centenarias, aquella sencilla mujer, con sus educadas frases de fervor hacia su añorado pueblo, nos parecía como un canto popular desde la eternidad. Con razón Pablo García Baena creaba luego esas poesías inmortales.

Volviendo al estremecedor «Miserere», hasta el velo del Cristo de Ánimas parecía conmoverse en la noche. Desconozco si sería el «Miserere» del canónigo Navarro, que se encuentra en el Archivo de la Catedral, pero era lo de menos. El humo del incienso ascendía hacía las alturas y tropezaba con las notas gregorianas de aquellas monjas que rezaban cantando o cantaban rezando. Y hasta daba la impresión de que ese momento especial del año era el motivo por el cual las cigüeñas de su campanario volvían todos los años a su nido. Hoy, todo esto, por desgracia, sólo nos queda como un tenue recuerdo en la memoria de los mayores.