Al amanecer del Viernes Santo las sensaciones son encontradas. A veces, el aroma inconfundible de la Campiña, el olor de la leche caliente que preparaba mi abuela, el tacto de la túnica morada, sus manos asiéndome el cíngulo y la mano tensa de mi padre llevándome a aquella primera procesión de la que fui parte; regresan mientras se derrama una lágrima por la memoria emocional del momento.

Otras me llega el recuerdo de la plaza de San Lorenzo, el monumento a Juan de Mesa -como una señal del tiempo, el sonido de los pájaros bajo el palio del Mayor Dolor y Traspaso y la definitiva estampa del Señor; me asaltan con la promesa de un regreso que llegará.

Y, siempre, los nazarenos esbeltos del Santo Sepulcro, con capirotes que son las lanzas de la fe por las calles de una Córdoba que languidece en su propia historia, con la llama flamígera del palio de la Virgen del Desconsuelo; reprenden al cofrade que alguna vez fui o no sé si soñé ser.

Librea de la hermandad del Santo Sepulcro de CórdobaLuis A. Navarro

Es la metafísica de una fe cultivada en las aceras, en las paredes encaladas, en la luna que anuncia el momento definitivo, en la mirada del niño, en la introspección del hombre.

En ese momento, cuando las imágenes de Jesús, del Gran Poder, del Traspaso, del Santo Sepulcro y del Desconsuelo danzan -tras las retinas- en un momento de soledad infinito en el que algo se mueve por dentro y llegan las preguntas de siempre, la gratitud por llegar una penúltima vez a ese día y la disculpa por tantos errores.

No es una confesión, sino una oración encadenada a los días, pero que abre más la herida en el Viernes Santo, cuando las ausencias son más crueles y la esperanza se torna más fuerte, porque es el día de hacerse fuerte en la fe que brotó un amanecer cuando se abrieron las puertas de la parroquia, lo prendieron y su mirada me atravesó el pecho. Entonces no lo entendía y no sabía que ya sería para siempre Viernes Santo.