El Viernes de Dolores los compañeros del Cordópolis lanzaron una noticia-alarma para modernos y hipsters: El Barón, local de vermuses y postureos, ubicado en la Plaza de Abades, se «veía obligado» a cerrar durante la Semana Santa ante la «masificación» de la zona de la Judería. La propietaria, curtida en la profesión y el sector, alegaba que no podría atender el negocio como los clientes merecen. Por curioso que parezca, en Córdoba teníamos un bar que huía de la posible clientela multiplicada por la Semana Santa en pos de la calidad del servicio, según su argumentación. Como si no fuera posible compaginar una cosa con la otra. E incluso mejorarla.

Yo me acordé de las largas noches en otra Carrera Oficial, en la esquina de Claudio Marcelo con María Cristina y en ese Gallo y Caballo Blanco en plena ebullición. La Semana Santa olía a incienso y calamares fritos, a gente perfumada y serrín en el acerado. Entre un paso y otro, o durante el mismo cortejo si la cola era larga, se sucedían las cañas, y los refrescos, y los bocadillos, y la máquina de tabaco era un sin parar porque también se fumaba y mucho. Los consumidores consumían, claro, sin conciencia de serlo ni derechos que le asistiesen. Cuando los convirtieron en personas consumidoras, toda frescura y espontaneidad se esfumó. También la diversión.

A comienzos de los 90, en la calle Carbonell y Morand, un señor llamado Enrique Lara habilitaba la cochera de su hermosa vivienda de tres plantas para abrir un negocio de bocadillos. Aquel rincón excelso de la modestia gastronómica vino en llamarse Don Bocata y sirvió el avituallamiento a un par- como mínimo- de generaciones de estudiantes del Maimónides, parte del profesorado y personal administrativo del instituto, capitulares varios que acudían del Ayuntamiento y personal de la emisora de Radio Popular de la vecina plaza del Cardenal Toledo. Enrique Lara y señora se convirtieron casi en familia porque atendían como solo las familias saben hacerlo, con cariño y un sentido del servicio sincero. Una modesta plancha, una campana extractora y algunas especialidades, como el bocadillo de queso con palometa, convirtieron a Don Bocata en una parada obligada si uno se dejaba caer por el centro y no optaba por Bocadi, mítico bar al que tampoco el señor Lara quiso nunca hacer competencia. Pequeño en metros cuadrados pero grande en acogida y atención, durante la Semana Santa el Don Bocata se transformaba en un local necesario para seguir viendo procesiones. Entonces, siendo conscientes de que no podrían atender como en el resto del año y que además era una excelente oportunidad para hacer un ingreso extra, el señor Lara aplicaba una eficiente cadena fordista de tickets despachados por el portal contiguo, de preparación en cadena en el patio interior y de recogida (o entrega) por el local habitual. Tiraba de mano de obra extra fundamentalmente contando con la familia Herrador, clientes y amigos, que echaban el resto con eficacia germana durante la Semana Mayor. Desde el Viernes de Dolores hasta el Domingo de Resurrección allí se obraba el milagro de la multiplicación de beneficios y la belleza de la economía libre de mercado sin perder las referencias cofrades, ya que Fray Ricardo de Córdoba era cliente habitual.

Ahora, en este siglo tan sofisticado, la bulla molesta, parece ser, a ciertos locales de hostelería que solo entienden el juego como ellos quieren que sea. O sea, con sus reglas, no con las del mercado del que viven el resto del año. No obstante El Barón, sitio moderno y hipster al que fui llevado por primera vez hace años por parte de la derecha joven más solvente y profesional de Córdoba, ha reculado en su propósito y ha seguido abierto a pesar de que el pueblo le ahuyente a su distinguida clientela o no puedan dar abasto entre tanto cofrade. Según nos informa Joaquín de Velasco « se están hinchando a vender cervezas. Muy buenas, por cierto». Me da, entonces, que el problema es la religiosa Semana Santa en sí, pero allá cada cual y cada cuala con sus filias y sus fobias. Quizá el aviso es otra reivindicación similar a la de ese nuevo pijerío progre que vive en el casco histórico y que les molesta el mundo que hay más allá de su sueldo seguro , su endogamia cultural y su elevado concepto de sí mismos.

Don Bocata cerró hace muchos años ya, años que se han pasado en un abrir y cerrar de ojos. Don Enrique Lara falleció en el pasado septiembre y lamento no haber podido despedirle. Hoy me he acordado de él, de sus bocatas de palometa con queso, y sobre todo del sentido de la oportunidad, del esfuerzo y del trabajo de una generación que nunca preguntó, no reclamó, no puso pegas y solo tiró hacia delante para dejar un mundo mejor y más confortable. Tanto, que nos han convertido, sin querer, en unos malcriados tiquismiquis.