Es la fe un don preciado, planta que arraiga en un jardín oculto en el interior de cada persona. No es sierva del capricho ajeno, ni siquiera de la propia voluntad. Podemos creer en Dios, en un ser amado, en unos principios, en un milagro o en un acontecimiento que no hayamos presenciado, como podemos cifrar nuestras convicciones en fundamentos kantianos, constatables y objetivos, asequibles al discernimiento intelectual y moral, cuales son la razón, el entendimiento, el apego a la belleza o el deseo de alcanzar el bien. Cuando Mijaíl Bakunin dedica su última obra, titulada Dios y el Estado y compuesta en 1871, a redondear sus reflexiones sobre la libertad humana y las causas de su constreñimiento, incurre en la crasa miopía de estimar que la religión es un constructo de la clase dominante para someter al pueblo atontado.

No desbarra el anarquista al indicar que determinadas oligarquías, en ciertos momentos, puedan hacer un uso perverso de lo religioso con tal finalidad, y de hecho acierta al concluir que la ciencia no es ni un adarme menos susceptible de caer en manos venales y trocarse en instrumento interesado para adormecer y sojuzgar. Esto se verifica, con reiteración tediosa, hoy en día, cuando cualquier sátrapa de medio pelo invoca estrafalarias autoridades científicas para imponer falsas verdades, latrocinios fiscales y represión injustificada. Pero sí malinterpreta el ruso hasta la médula la génesis y esencia del cristianismo, reprochando las posiciones deístas abrazadas por miembros de la Enciclopedia y acusando nada menos que a Chateaubriand de hipocresía por haber escrito un libro tan hermoso como El genio del cristianismo.

Es la Biblia un texto compuesto por innumerables autores a lo largo de casi dos milenios, los que distan entre el Génesis mosaico y el Evangelio de Juan, sometido por consiguiente tanto a los previsibles problemas de transmisión como a un esfuerzo de fijación ecdótica, filológica y traductológica sin parangón en la historia del hombre. Solo por ello merecería estar en el centro de cualquier paideia mínimamente perspicua y ambiciosa. Pero también es un relato histórico con bastante más veracidad y respaldo arqueológico del que comúnmente se estima, sin que ello obste para que suscite, como cualquier crónica o documento antiguos, incontables dudas de carácter fáctico, cronológico o de otra índole. ¡Si hasta hay historiadores de la cultura como Heribert Illig, que niegan la existencia de los siglos VII al X, y sostienen que vamos trescientos años por delante de lo que sería correcto! A diferencia de nuestra «memoria histórica», que es falsificación deliberada, --como evidencia la exposición «El tragaluz democrático», auspiciada por el Gobierno de España-- la historiografía honrada siempre albergará novedades y sorpresas, diferencias de criterio y hallazgos revolucionarios, solidez y disparates.

Aunque, más allá de su potencial para proporcionarnos pistas valiosas sobre nuestro pasado, la Biblia es un alto repositorio filosófico, poético y moral, sin duda el más complejo y completo que jamás se haya reunido, toda vez que intervinieron en el mismo las plumas, las cabezas y los corazones más preclaros de la antigüedad. De ahí que resulte impagable su autenticidad espiritual y que constituya fuente inagotable de elucidación teológica, amén de apreciarse en sus páginas –elementos ininteligibles aparte-- el mismo tipo de inspiración que intuimos en la biología molecular, la física teórica o la astronomía.

No seamos, en fin, tan «progresistas». No seamos tan forofos de la moda, el presente, la inteligencia artificial, el último grito o la última maquinita. Porque la tradición, depurada de desaciertos, nos instruye, nos cuida y nos protege. Por eso, a no dudar, el dictador nicaragüense Ortega y su grotesca señora persiguen ahora con saña comunista a la Iglesia Católica, mientras pretenden, en su delirio hortera, asesino, carcelario y ladrón, dictar su nueva versión del cristianismo.