Decía Anacarsis el Escita, según recoge Diógenes Laercio, cuánto le llamaba la atención que, entre los griegos, compitieran entre sí los expertos en los juegos, pero que luego los premios los dilucidaran los no expertos. El mundo al revés. O puesto patas arriba, con la virtud convertida en escupidera y la chulería dictando lecciones de ética. Podemos comparar el aserto con esa célebre tríada educativa –un clásico-- que distingue entre los que saben, los que enseñan y los que enseñan a enseñar. Los primeros, los que saben, serían los que hacen; los que no suelen hacer, acto seguido, esos que enseñan; mientras que los que, por torpeza añadida, no saben enseñar, conformarían la tribu de los pedagogos, brahmanes de la didáctica, los que enseñan a enseñar y, por graciosa concesión gubernamental, adjudican el marchamo y la póliza correspondientes.

Pero me temo que esta pirámide invertida, esta perversión rufianesca de la sindéresis, la axiología y la probidad, no se circunscribe a los antiguos griegos o a los universitarios, sino que impregna desde hace tiempo nuestra realidad social. Es comprensible: quien siente en su interior la capacidad de pensar no experimenta disgusto al quedarse, tal recomendaba Pascal, a solas en su habitación, leyendo y escribiendo; igual que quien, de forma espontánea, genera ideas sanas y productivas, emanadas de sus neuronas, ansía ejecutarlas, traducirlas en acción, plasmarlas en inventos, iniciativas, empresas, lucro legítimo y aportaciones verificables a la felicidad ajena. Porque una persona noble, trabajadora, honrada y perspicaz, un individuo soberano, una inteligencia original, no puede evitar sentir en todas las fibras de su ser el vértigo de la creación.

Ese sujeto, por desgracia, no solo será políticamente incorrecto, el «enemigo del pueblo» que vituperan los pirómanos de la «cultura de la queja», lo que cualquier mentecato adulado por nuestro gobierno llamaría «un fascista», blanco oficial del odio y de la envidia. Sino, a no mucho tardar, la pieza a domar, humillar y, si se tercia, abatir, por parte de los autoproclamados jueces, sátrapas y árbitros que conforman la casta y la costra progresistas. Esos portentos que, exudando charlatanería untuosa, envestidos de un poder disfrazado de autoridad, pretenden ejercer como oficiantes del bien. Están ya instalados de amos del cotarro, gestionan una tupida red de cortapisas, frenos, incompatibilidades e hipotecas, mientras exigen gabelas, tasas, mordidas, peajes y exacciones, imponiéndole al talento los castigos, las afrentas y las venganzas que confían resulten más castrantes. Sí, es el resentimiento proverbial. También llamado gorronería, codicia, pequeñez, saqueo y saña.

Hace ya lustros que España es el país con más políticos de la Unión Europea. En relación con Alemania, por ejemplo, más que doblamos la proporción entre supuestos dignatarios, encasquetados a la fuerza, y contribuyentes; esto es, la ratio entre parásitos y huéspedes, con los primeros creciendo de modo exponencial. ¿Y qué peones realizan, más allá del ámbito académico, las tareas del matonismo didascálico? Ocioso abundar en ello: astros televisivos, sedicentes periodistas, tertulianos, «intelectuales» orgánicos, faranduleros con subvención y otras subespecies con la misma encomienda.

Uno de los endemismos nacionales más cutres y rentables es el chiringuito. No me refiero a ese local playero a pocos metros de las olas, donde degustamos boquerones fritos con cerveza en bañador y chanclas, no. Sino a esos organismos alzados desde la nada para colocar a amigos, parientes y compañeros de partido que se quedaron sin sinecura. No es únicamente una pedrea, un premio de consolación, una bicoca en forma de cobranza por acciones innecesarias, informes infantiles y desahogos tarados. También y, sobre todo, suponen alta «ingeniería financiera», una trama de desvalijamiento, una cadena de comisionistas del tipo de los ERE andaluces, tan clónicos respecto a similares trucos que quienes somos algo mayores vimos en el felipismo, y son la esencia de los «nacionalismos periféricos», suscritos al robo patriótico. Patriótico en el sentido en el que hablaba irónicamente Samuel Johnson, un patriota genuino; que no han faltado pájaros de derechas dispuestos a ser discípulos aventajados de la izquierda, e imitar las coimas mentadas. ¡Pues no le peta a alguno de esa cuerda intentar sacar tajada del cambio climático, la memoria histórica, la violencia de género y demás fuentes de maná, sin percatarse, el lerdo emulador, de que cuando quiera rascar dinero público --ese que, según cierta cordobesa, no es de nadie, cual una billetera que te encuentras en el suelo-- no le habrán dejado ni la raspa! Por no recordar que cualquier alivio al progresismo que llegue a cualquier institución, aunque sea bienintencionado, tropezará con un muro: levantado por los figurantes políticos previos, elevados a funcionarios vitalicios, en plazas creadas por ellos mismos para sí mismos.

Como nos cuenta Luciano de Samósata, en uno de sus desternillantes opúsculosos –todo Luciano, como todo Plutarco, es una bendición para el lector amante de la mentalidad normal--, Anacarsis llegó a Atenas, aprovechó los buenos oficios de su compatriota Tóxaris y agradeció que este lo llevara ante el ya anciano Solón, mediante cuyas enseñanzas llegó a acallar una más que aconsejable desconfianza; para retornar a su patria, henchido de idealismo y de amor a la ley. El desenlace es de justicia poética, si bien moralmente triste. El hermano de Anacarsis, en la primera cacería compartida, mató al de su sangre de un flechazo, le arrebató el principado y demostró que a menudo vencen los malos, si albergan menos escrúpulos y son más ratas que los buenos.