Pateos por CórdobaTeo Fernández

Del Gran Teatro a la calle de las mujeres más bellas

Creo que hay cierta armonía en dar las gracias al pasado, por ejemplo visitando el barrio donde te criaste o considerando a las amistades de tus progenitores

En 2001 asistí por primera vez al Gran Teatro de Córdoba. Fue a la representación de 'Esperando a Godot', de Samuel Beckett. Yo acababa de leer 'Final de Partida', del mismo autor, y me encontraba sumergido en la alienación cultureta juvenil. Así que compré dos entradas, llamé a una chica que me gustaba de mi facultad, le propuse asistir y ella aceptó, sin rodeos, con un «me encantaría». Creo que no ha vuelto a pasarme. Mi sex-appeal ha ido a menos. Mi pedantería sigue intacta.

Hasta entonces, pasaba por delante del Gran Teatro cuando iba y volvía de la discoteca QU (en el local del actual Góngora Gran Café), incluida, unos cursos antes, aquella famosa primera sesión a la que se podía entrar a partir de los dieciséis años. Recuerdo que, al cierre de la misma, siempre debíamos evitar a los que limpiaban la calle con la manguera (aunque tenían más tacto y cuidado que los de ahora, la verdad sea dicha). En todo caso, volviendo a lo que nos ocupa, antes de esa primera cita yo no sabía muy bien ni siquiera por dónde se accedía al teatro. A QU sí que sabía entrar. Salir, no tanto.

Fachada del Gran Teatro

Mucho antes, allí, al norte de San Nicolás de la Villa, se encontraba el convento de San Martín, construido en el siglo XVII. En el XIX, tras ser desamortizado, se derribó para crear una pequeña alameda que se eliminó igualmente poco más tarde, abriendo una avenida de mucha mayor longitud. La intención del proyecto era conectar el centro de la ciudad con el ferrocarril (con la estación que hoy llamamos antigua) y servir como paseo burgués, concepto tan de moda en la época. Se llegó a pensar en extenderla también hacia el sur, hasta la catedral, destruyendo el urbanismo histórico... ¡y eliminando San Nicolás! Pero ello topó con la oposición de numerosas personalidades culturales, como Rafael Romero Barros.

Uno de los nuevos edificios realizados en el flamante paseo fue el Gran Teatro, de propiedad privada e inaugurado el 13 de abril de 1873, acontecimiento al que hace unos días Jesús Cabrera dedicaba un interesante artículo en este mismo medio. Pero en 1970, poco antes de cumplir un siglo, cerró y, tras solicitar los propietarios licencia de demolición, el ayuntamiento se hizo cargo de él, reinaugurándolo en 1986.

Paradójicamente, he pasado de apenas saber lo que era a trabajar enfrente y verlo todos los días. Y volví a él como espectador acompañado por mi padrino, Alfonso Fernández Zamorano, cuando se representó 'Divinas Palabras' en otoño de 2019. También hace poco, por 'El sueño de una noche en El Gran Teatro', el principal acto de celebración de los ciento cincuenta años del edificio (obviando el que se realizó poco después con la Fundación Princesa de Girona).

A él me invitó Pablo García López, tenor cordobés protagonista de la velada junto con el actor Fernando Tejero y la Orquesta Joven de Córdoba. El espectáculo fue hermoso y divertido. Mercedes Valverde, sentada a mi lado, destacaba el talento de la Orquesta Joven y la suavidad de la voz de Pablo: «parece de terciopelo», decía. A un servidor, analfabeto musical (rasgo que desgrané PaTEOs atrás), le maravillaba todo.

Martín López-Vega decía que, al visitar una ciudad, lo importante no es el nombre de la calle por la que pasean las muchas más hermosas: lo importante es cómo huelen esas muchachas. Así, yo me quedaba hipnotizado observando las curvas lumbares perfectas, casi como cuellos de cisne, de las violinistas, concertino a la cabeza. La madre naturaleza, que es la mayor productora de belleza que existe, nunca hace líneas rectas. Ya lo dejaba claro Gaudí.

Lo curioso del asunto fue que en el descanso conocí a la madre de Pablo y, a la salida, al padre. O los volví a conocer. Porque resulta que su padre (Rafael) y mi padre eran amigos, compañeros en la primera promoción de la Escuela Técnica Superior de Ingenieros Agrónomos de Córdoba; presentes ambos en la orla que hace no mucho estuvo reproducida en uno de esos cubos de plástico en las Tendillas.

Rafael me decía que tenía mucho que contarme, pues mi padre se iba todas las noches a estudiar con él a su piso de calle Zamorano. Y acumularon, claro, infinidad de anécdotas, como haber sido los dos únicos alumnos expulsados de clase en toda la carrera. Y es que mi padre fue el número tres de la promoción, pero era famoso por combinar la responsabilidad con la parranda. De hecho, circula todavía por ahí una historia sobre una noche de juerga previa a un examen. Fue a hacerlo sin haber dormido y sacó un nueve. El profesor repetía: «Tendrá pellejo...».

Ellos (los agrónomos de aquella 1968-1973) también están de efemérides. Hace un lustro ya celebraron el medio siglo del comienzo de su andadura universitaria. Por cierto, entre los actos organizados, César Lumbreras emitió su programa desde Córdoba, y se dio la coincidencia de que Rafael Navas Ferrer (también agrónomo) me llamó (a mí, hijo de un miembro de dicha hornada) para llevar al periodista a ver patios. Por tanto, volviendo a los cálculos, este final de curso (2022-23) se cumplen cincuenta años de que terminaran sus estudios y organizarán igualmente diversos eventos.

Pero no se quedarán ahí las efemérides en Córdoba, pues en 2024 tendremos los ciento cincuenta años del nacimiento de Julio Romero de Torres, los cincuenta de la creación de la Asociación de Amigos de los Patios Cordobeses o los veinticinco de Fundación Prasa. Yo no sé si voy a dar abasto a tantos saraos. Por ahora, intentaré saludar dentro de unas semanas a varios antiguos compañeros de mi padre, especialmente a los que no residen en Córdoba.

Y es que, como he señalado en paTEOs anteriores, creo que hay cierta armonía en dar las gracias al pasado, por ejemplo visitando el barrio donde te criaste o considerando a las amistades de tus progenitores. Es cierto e indudable que uno tiene que hacer su vida, ya se lo dijo Dios muy claramente a Abraham. Pero, del mismo modo, nunca debe olvidar de dónde viene. Aun cuando sí olvide (o quizá, como lo estudiado el día de antes un examen, nunca lo supo bien) cómo se salía de QU.