Estaba a punto de amanecer, la primera vez que me temblaron las manos de verdad. Con mis brazos te sostuve y te miré como nunca antes había mirado a nadie. Era un amor distinto, algo que -a día de hoy- no sé explicar ni cuando me meto en mi taller de las palabras.

Desde entonces hasta hoy, he recorrido de tu mano el camino de mi nueva vida, que es la tuya prestada, como esa mano que algún dejarás de darme cuando vamos al colegio, a las clases de natación o camino de la catequesis. De esto último hemos compartido dos años intensos, con esa vitalidad que me regalas y que llenas de preguntas, aunque tú sabes las respuestas, tan bien como las oraciones que recitas y sientes -seguramente- a partes iguales.

En estos dos años -aunque ya pasaba antes- me has mostrado que atesoras una fe perfecta, cargada de inocencia, pero también de inquietud en busca del razonamiento que dé el sentido completo a lo que sientes, a esa apertura del alma hacia lo eterno, que a mí me ha costado cuatro décadas y media (con cinco años de teología de por medio) comenzar a entender y razonar.

La tuya no es una fe porque sí, por costumbre, mimetismo o tradición. No es la del carbonero ni la del que se siente espiritualmente por encima. Es la que nace del corazón y se pone a caminar desde ese primer instante (como cuando apenas empezabas a hablar y me preguntaste por la muerte), en una búsqueda que no cesa, pero en la que Él te acompaña siempre.

Es la alegría, como la vida que absorbes a borbotones, de saberte acompañado en cada instante, lejos de la soledad de la nada y el absurdo. Sabes que Él está ahí y mañana, cuando lo recibas por primera vez, tú alegría será completa. Y será la nuestra y la mía, porque me has enseñado un camino que, ahora, no solo recorro con otra mirada, sino con otra perspectiva. Esa que me regaló con tu alegría y que, en unas horas, será la felicidad completa. Luego vendrá la fiesta, pero la tuya -la de verdad- llegará en ese altar cuando suceda lo que tanto has esperado, soñado e imaginado; porque la tuya no es una fe porque sí, por costumbre, mimetismo o tradición, es la alegría que irradias.