El rodadero de los lobosJesús Cabrera

El carrito de Martín Cañuelo

«A él le tocó hacer en sus cines la transición del celuloide a la memoria digital, del fotograma a los gigabytes»

Los cines de verano no eran sólo una temporada al año para Martín Cañuelo. Eran su vida a lo largo de los 12 meses, sobre todo el Fuenseca, al que acudía a diario, fuese invierno o verano, con la sola compañía de un carrito de los de hacer la compra. Abría la pequeña puerta que da a la calle Juan Rufo y allí se sumergía en su mundo, el cine. Y qué mejor que hacerlo dentro de un cine.

Podría llevar la contabilidad de Esplendor Cinemas o preparar la programación estival o ponerse al día de lo que se encuentra en el mercado cinematográfico y que se podría proyectar en Córdoba entre junio y septiembre, entre el chasquido de las pipas de girasol y los bocadillos de lomo. Lo que ocurría cada día de puertas adentro en el Fuenseca es un misterio de los que conviene no desvelar. Es preferible la leyenda e imaginarse a Martín Cañuelo en silencio, con la mirada fija en una pantalla orlada de verdinas invernales, reviviendo los grandes momentos de la historia del cine que, a fin de cuentas, es la historia de cada uno de nosotros.

Cine FuensecaJC

Vivió no hace mucho un cambio histórico en su sector que le dolería en lo más profundo, como buen enamorado del cine. A él le tocó hacer en sus cines la transición del celuloide a la memoria digital, del fotograma a los gigabytes. Cuando en el cine de verano había un descanso -visita obligada al ambigú- en la cabina se escuchaba el final de la cinta golpeando la bobina. Este sonido sólo es equiparable al de la aguja del tocadiscos cuando llegaba al final del vinilo. Quienes lo vivieron lo saben.

Martín Cañuelo no era extrovertido, ni mucho menos. Acaso, escondía su timidez tras sus grandes gafas, pero tras el saludo siempre correcto la conversación siempre discurría por ámbitos de interés, sin perder el tiempo en florituras innecesarias. Era un hombre que iba al grano, algo que se agradece en estos tiempos de retóricas vacías.

Tan al grano iba que se propuso mantener a flote la tradición de los cines de verano y a fe que lo consiguió, cuando más de una vez se habían hablado de otros usos que, se diga lo que se diga, no era más que prolongar la agonía. Y el Fuenseca, el Delicias, el Olimpia y el Coliseo de San Andrés se han mantenido gracias a este empresario enamorado del cine, que las ha pasado canutas incomprensiblemente cuando su aportación a la cultura cordobesa carece de parangón.

A diario iba al Fuenseca, con su carrito de la compra. Con él volvía a casa parsimoniosamente por la Puerta del Rincón y por la plaza de Colón cuando la noche era bien entrada y ya no eran horas de regresar de unas compras. Nunca me dijo qué llevaba en el carrito y nunca se lo pregunté. Hoy prefiero alimentar la leyenda.