Ritos absurdos
La regulación de la campaña mantiene en pleno siglo XXI cuestiones que se han quedado añejas, por no decir desfasadas
Una vez que la campaña electoral -¡al fin!- ha terminado y que hoy lo que toca es votar es momento también de analizar no lo que han hecho y dicho las distintas formaciones políticas, que daría para mucho, sino para analizar la validez en el momento actual de los mecanismos que regulan las citas con las urnas.
No se trata de los procesos internos de cada una de las formaciones para la elaboración de sus candidaturas, donde los dedazos desde arribas y la presencia de paracaidistas es algo de lo que nadie se libra. Se trata de la propia campaña en sí, de los plazos, prohibiciones y regulaciones que la sustentan. Conforme pasa el tiempo, cada proceso electoral grita la necesidad de una reforma.
Todo esto está fijado por la ley electoral, la Loreg, que data de 1985 y que desde entonces ha tenido mínimas e imperceptibles modificaciones. Han pasado casi 40 años y esta normativa no se ha adaptado a las necesidades actuales, ni ha sabido tampoco corregir sus propias deficiencias.
Por su propia importancia, cualquier modificaciones que se quiera introducir necesita de una mayoría cualificada en el Parlamento que a la vista de la fragmentación actual requiere de un consenso imposible para alcanzar el porcentaje de votos necesario para su aprobación.
Entre los aspectos que hay que enmendar está, en primer lugar el reparto de escaños para evitar que en el Congreso tengan más representación formaciones cuyo número de votos es considerablemente inferior al de otros partidos.
Además, hay que darle una vuelta a la campaña electoral en sí que, como se ha visto, genera una pereza infinita tanto en los políticos como en los votantes. Habrá candidatos que defiendan su necesidad, claro, porque se agarran a un clavo ardiendo, pero cada vez el voto está decidido con más antelación y, por otra parte, el grado de conocimiento en la población no da un vuelco espectacular en un par de semanas.
La regulación de la campaña mantiene en pleno siglo XXI cuestiones que se han quedado añejas, por no decir desfasadas, que recuerdan a la época en la que había coches que lanzaban octavillas por las ventanas. Se trata de la pegada de carteles, de la jornada de reflexión o de la prohibición de publicar encuestas en la última semana de campaña. Todo esto tiene el aroma de la época del Ford Fiesta, el refresco Tang y el televisor Telefunken PAL color, la caña.
Se ha demostrado en los últimos años que todo es burlable dentro del marco de la ley -salvo la compra de votos, claro- y así hemos visto encuestas convertidas en verduras y colores o campañas electorales que comienzan meses antes de ese horror llamado pegada de carteles. No piden el voto, claro, pero están en campaña y anuncian y prometen con incontinencia.
La campaña electoral es un reducto rancio de otros tiempos cada vez más lejanos. Dentro de poco habrá elecciones generales, que es el terreno en el que se deben debatir estas cuestiones, y estoy plenamente convencido de que no habrá formación política alguna que proponga un cambio en condiciones de la ley electoral. Ya verán.