El rodadero de los lobosJesús Cabrera

Mi héroe

El poder no es solo ejercicio sino también representación y en estos países sabían hacerlo a la perfección. Multitud, disciplina y culto al líder

Esta semana -no sé porqué- he recordado una de las obsesiones de juventud que tenía ya olvidadas. En aquellos años 80 había entrado la URSS en descomposición, aunque mantuviera intactas sus estructuras de poder. Las imágenes en la televisión de aquellos congresos del PCUS, en salas enormes, interminables, cuajadas de hombres -la paridad, al carajo- vestidos con tristes trajes grises o ampulosos uniformes, más propios de la guardarropía de una zarzuela que de un ejército, que aplaudían como si no hubiese un mañana eran, realmente, hipnotizantes.

Aquel esquema se repetía también desde la lejana China o desde la sentimentalmente cercana Cuba. Corea del Norte también. El poder no es solo ejercicio sino también representación y en estos países sabían hacerlo a la perfección. Multitud, disciplina y culto al líder.

Gorras militares de la URSSLa Voz

Las razones por las que allí había una multitud disciplinada, que le reía las gracias al líder eran muy fáciles de entender: no había más narices que obedecer. Ahí está el éxito propagandístico de esas imágenes, que en sus respectivos países llegaban hasta el último de sus hogares con un mensaje muy claro: esto es lo que hay.

Desconozco las razones por las que he vuelto a revivir estas imágenes de aplausos interminables, falsamente eufóricos, estirando el gaznate para que desde la presidencia se viera con qué servilismo se perdía la dignidad a cambio de alimentar a la fiera.

Los aplaudidores sabían perfectamente que cualquier desliz en la eufórica manifestación de fidelidad podía suponer, en el mejor de los casos, el ingreso en un gulag cuando no un tiro tras la oreja. Hay que ser valiente.

Por esto, siempre me preguntaba quién era el valiente que dejaba de aplaudir. Ser el primero en llevarle la contraria a la masa tenía muchos riesgos, como el de no volver a casa a almorzar. Pegaba mis ojos al televisor y, en los breves instantes que duraba la noticia, no había manera de ver quién se salía de la manada y guardaba sus manos en los bolsillos. Imposible. Les iba la vida en ellos. Y nunca mejor dicho.

Cuando la vida te va en algo hay ocasiones en que la reputación vale muy poco. Cuando la renovación de un cargo por otros cuatro años está al alcance de los dedos y su materialización o no depende de la voluntad del aplaudido se producen escenas que dan un poquito de vergüenza, por ser suaves, cuando hay otras muchas cosas de las que hablar, de las que hacer autocrítica, de las que rendir cuentas.

Aquellos gulag pasaron a la historia y aquel cuarto en el patio de la Lubianka forrado de troncos, donde iban entrando uno tras otro resignados a manchar la madera con su sangre y con sus sesos, ya no existe. A lo mejor, tras cada congreso del PCUS había un camarada que visitaba este lugar en contra de su voluntad, pero siempre pensaba que no, que el primero en dejar de aplaudir tenía otras cualidades, incluido un punto de rebeldía, que le hacían ser un super hombre. Siempre quise saber quién era, pero me quedé con las ganas.

La URSS se descompuso y fue derribado el muro de Berlín de la RDA del chándal de Garzón. Aquella noche todos corrieron en un mismo sentido y nadie abandonó la RFA para correr hacia el paraíso socialista. Nadie.

Con el fracaso de estos regímenes me quedé con las ganar de saber las motivaciones que impulsaban al rebelde aplaudidor en los países del Este. Su figura ha desaparecido, sí, pero aún quedan aplaudidores.