Pateos por CórdobaTeo Fernández

El viacrucis junto al que bailaban los demonios

Si hubieran existido las redes sociales, seguro que algún miembro de la expedición habría destapado el asunto con un 'reel' o una 'story' presumiendo de participar en la misma

Mi memoria ha hecho trizas las excursiones con el colegio Cervantes al santuario de Santo Domingo y la Palomera. Confunde episodios, ha olvidado demasiados nombres, y el recuerdo pende del hilo que son las viejas fotografías analógicas. En cierto modo, ocurre lo mismo que con esos amores invernales que, años después, solo existieron para aliviar la soledad de los domingos por la tarde.

Según la leyenda, en alguna de aquellas jornadas de convivencia, uno de mis compañeros bajó muy rápido cierta escarpada ladera. Tan rápido, que terminó llegando al final de la misma con la cabeza por delante cual sprinter de atletismo. De la nube de polvo resultante, que vi desde lejos, sí me acuerdo perfectamente: pensé que se habían perdido y nos hacían señales de humo.

El autor, a la derecha, junto al Padre Mariano, en el centro, en ScalacoeliLa Voz

No me lo estoy inventando. Si acaso, como mucho, lo aderezo un poco. Y no por capricho mío, sino porque el propio acontecimiento lo reclama. Como decía el mago Gandalf, «toda gran historia merece ser adornada».

Además, en este sentido tendríamos que hacer muchas reflexiones sobre dónde termina lo que es verdad y dónde comienza lo que no lo es. Pues la verdad no deja de ser algo subjetivo, filtrado por las emociones y los prejuicios (que, a fin de cuentas, son también emociones).

A ello hay que sumarle que hemos perdido el sentido simbólico de las cosas y los relatos. Y lo peor es que, quien no lo tiene, pretende extender (imponiéndola) su limitación a los demás. Ahí tenemos el ejemplo de los cuentos tradicionales, cuya simbología ensalza implícitamente la feminidad o femineidad, pero que ahora, en el colmo de la manipulación, se están tachando de justamente lo contrario: de machistas.

Ese poder del lenguaje figurado (ese que estamos perdiendo) nos lo recordaba hace unas semanas el Padre Mariano, en mi retorno a Santo Domingo mucho tiempo después de aquellas accidentadas excursiones, narrándonos las historias del lugar: «Hay hechos que son ciertos sin haber ocurrido», sentenció en varias ocasiones.

Por ejemplo, cuando nos contaba que San Álvaro de Córdoba, fundador del santuario, encontró a un mendigo desfallecido en el camino y lo cargó en su espalda hasta el convento. Cuando fue a presentarlo a sus compañeros, resultó haberse convertido en un crucificado, imagen que la comunidad llevaba tiempo pretendiendo adquirir pero para la que no tenía dinero.

El milagro del mendigo, obra de Hidalgo de CaviedesLa Voz

El propio «San Álvaro» es, en cierto modo una invención (o, mejor, un adorno), ya que nunca ha sido santificado. Sin ir más lejos, algo que tenemos tan a mano como Wikipedia, precisa: «Beato Álvaro de Córdoba O.P. (Zamora, 1360 - Córdoba, 19 de febrero de 1430) es conocido en los bularios romanos como fr. Alvarus Zamorensis (Álvaro Zamorano) y en Córdoba como San Álvaro.»

¿Pero, acaso este matiz, casi técnico, resta un ápice a su bondad y sabiduría? En absoluto. En Paseos por Córdoba, Teodomiro Ramírez de Arellano lo califica como «uno de los hombres más ilustres por su ciencia y sus virtudes que ha visto la primera luz en Córdoba». Podemos, pues, afirmar que su santidad es figurada, oficiosa, pero no que sea irreal.

Y santo o no santo, en pocos días se cumplirán seiscientos años de que Álvaro diera el pistoletazo de salida a la historia del santuario. En el propio Paseos por Córdoba se señala que fue el 13 de junio de 1423 cuando compró aquel terreno, Torre Berlanga, un sitio que distaba de la ciudad «como a una legua», detallando que era «retirado, útil para la observancia más rigurosa, pero no tan lejos que los religiosos no pudiesen bajar a predicar a la población».

Sin embargo, a pesar de que se complementó con varias ermitas, de que el propio Álvaro instauró allí el que se dice que es el viacrucis más antiguo de occidente y de la distancia tan apropiada respecto a Córdoba que refería Teodomiro, Santo Domingo de Scala Coeli siempre tuvo que competir con la centralidad del monasterio dominico que ya existía en la ciudad: San Pablo. Tanto fue así, que uno de los llamados para intentar relanzarlo sería nada menos que Fray Luis de Granada.

Volviendo a los relatos, el más curioso quizá sea el que conocí gracias al libro Córdoba Insólita de Francisco Solano Márquez Cruz, y que tiene también por protagonista al Beato Álvaro. Este se despertó una noche al escuchar algarabía fuera del santuario. Salió y se encontró con un desfile de demonios que bajaban jaleosos hacia Córdoba en busca (según ellos mismos le aclararon) del alma de una monja que estaba a punto de fallecer y no merecía subir al cielo. Álvaro, apesadumbrado, rezó por ella toda la noche y, cuando los demonios finalmente llegaron a por el alma de la religiosa, el Padre había cambiado de opinión y la acogía en su seno.

Álvaro, claro está, sufrió los reproches de los demonios cuando estos iban camino de vuelta, ya que les había estropeado la fiesta. Eso les pasó por hablar demasiado. Aunque, si hubieran existido las redes sociales, seguro que algún miembro de la expedición habría igualmente destapado el asunto publicando un reel o una story presumiendo de participar en la misma. Sea como fuere, menuda cuesta de regreso tuvieron que subir con las manos vacías. Lo mismo de aquello viene la expresión «pobre diablo».

Todas estas leyendas son dignas del lugar, su historia y su gente. Dicho de otra forma: suponen la realidad incontestable del santuario. Y ello es independiente de si ocurrieron o no, como apostillaba el Padre Mariano cuando nos contaba hechos que son «ciertos sin haber sucedido».

También lo dice muy acertadamente Batman en la película El caballero oscuro: «A veces la verdad no es suficiente. A veces la gente merece algo más». Quizá esa sea la cuestión. Quizá necesitamos una realidad por encima del acontecimiento. Una realidad que nos eleve sobre la prosa, el tecnicismo, la vulgaridad y la materia. Por eso San Álvaro es santo aun sin haber sido santificado. Y por eso mismo, querido lector, porque usted busca algo más que la simple verdad que puede encontrar en cualquier libro de historia, se sumerge cada mes, puntual e intrigado, en mis paTEOs.