El trávelin
«Estaba naciendo el PP woke, réplica del zapaterismo, rendido al apostolado progresista»
Tal vez por ser algo crédulos y sumisos, la ventana de Overton funciona aquí de cine. Si repasamos la evolución de los conceptos asociados a izquierda y derecha en España, de la Transición para acá, es nítido. Pongamos que derecha designa, calumniosamente, lo retrógrado, «fascista», antidemocrático e injusto, y que izquierda viene a significar, fantasiosamente, lo sano, refrescante, honrado y dadivoso. Estar en contra de la constitución del 78, por ejemplo, en la foto fija de entonces, coloca por protocolo a unas personas en la derecha y a otras a la izquierda. Carrillo, el matarife de Paracuellos, encaja dentro del marco constitucional, ejerce de eurocomunista y encarna un izquierdismo afectuoso y cooperante. Leopoldo Calvo-Sotelo, ese sabio liberal y moralista impecable, aparece en el margen derecho, con medio cuerpo fuera. Y Fraga Iribarne, una de las mejores cabezas heredadas del franquismo, pensador y demócrata afín al parlamentarismo británico, queda a extramuros de dicho marco, por mucho que Felipe González lo utilizase a placer para darse postín y bruñir su aura progresista.
Pero el encuadre visual no se está quieto, sino que es empujado hacia la izquierda. De tal suerte que, al poco, don Leopoldo se habrá esfumado por la banda derecha, dejando a Felipe González cómodamente instalado no solo en el espacio de UCD, sino acaparando el marco. El felipismo es ahora la nueva centralidad española, jaleada por Occidente (léase con calma aquel artículo de Manuel Vicent, «Felipe y la computadora», de 1982) y haciendo las veces, a efectos castizos, de lucecita de El Pardo. Como ello acaba comportando gran destrozo, debido a la suciedad moral del régimen socialista (Julio Anguita dictaminó en 1994 que González estaba «preso de la corrupción»), y aquella infantil cartelería de José Ramón Sánchez es el reverso de la realidad, arriba Aznar, un bigotudo que llevaba años siendo presentado como remedo hitleriano, cual aberración predemocrática. Accede por los pelos, y hablando catalán (o batúa) en la intimidad. Pero desarrolla una encomiable gestión política, engrandece España, endereza la economía y nos atlantiza sin complejos. ¿Alguien duda de lo que habría disfrutado Felipe posando en aquella foto de las Azores, junto a cuates ideológicos como Blair y Durao Barroso?
Pero España prosperaba peligrosamente, y tocaba segarle la hierba bajo los pies. Llegan como armas destinadas a tal fin los trenes de Atocha, Zapatero (que gana a Bono de chiripa), la «memoria histórica», la toxicidad de PRISA y el odio fratricida. Ya nadie recuerda aquel famoso Comité Español del Congreso por la Libertad de la Cultura, surgido en 1950, en realidad una tapadera anticomunista de la CIA, pero que la venal progresía carpetovetónica teatralizó durante décadas como heroísmo antifranquista. Así que era menester empujar el visor sobre los rieles y proponer nuevos esperpentos de verborrea radical, adaptados al bovino consumo interno; cuando de lo que se ha tratado por sistema es de vender al país a intereses extranjeros. Pecunia non olet, piensan banqueros y comisionistas. Pero el gobierno socialista era tal calamidad, la degradación y la torpeza tan rampantes, que el de la ceja parecía abocado a hundir la economía internacional. Por lo que Obama le obligó a dimitir y designaron al cómico Rajoy para apaciguar las finanzas, sin cambiar ninguna de las tropelías perpetradas desde el 11M, y dándole tiempo al electorado para asimilar la ventana. Estaba naciendo el PP woke, réplica del zapaterismo, rendido al apostolado progresista.
Cuando se nos supuso preparados para otro desplazamiento hacia la izquierda, activaron el monstruo de Frankenstein. Ya estábamos adiestrados para opinar que en nuestra Guerra Civil se enfrentaron el bien y el mal, y que hasta la llegada del FRAP y de la ETA, esforzados vencedores de la traidora Transición, no habían existido ni decencia, ni honra, ni esperanza. La lucecita de El Pardo era ahora la cardada pelambrera del vicepresidente Iglesias, al que celebraban como estratega, escritor y tribuno genial, el sostén filosófico de un Pedro Sánchez considerado menos perspicaz. Hablamos de lo que se proyectaba, de la nueva normalidad antifascista, del relato labrado por la propaganda oficial y que evacuaban sus artistas, locutores e intelectuales.
Ahora que ha vuelto a entrar en crisis el peliculón, tan malo que no pasan por taquilla ni los propios, llega la hora de otro reajuste. Se requiere otro Rajoy. Si la castúa María Guardiola, quien ya en 2016 se declaraba harto dispuesta a trabajar con Bildu, recuerda tan crudamente a Irene Montero en su sofocación verbal, sus alardes y sus fobias, es porque aspira a compartir ventana con ella, máxime cuando la segunda acaba de ser nominada como aspirante a mejor política del año, o mejor empleada del mes, por el Foro de Davos. ¡Cómo no iba a picarse Guardiola!
Lo invariable, desde que, hasta los años setenta, la CIA financiase el antifranquismo de Tierno Galván, Ernest Lluch, Dionisio Ridruejo, Antoni M. Badia i Margarit e incontables otros, viene constituyendo la misma conjunción entre furia izquierdista o antiespañola, para la galería, y servicio a las instrucciones procedentes del exterior. Algo por lo menos tan viejo como la Leyenda Negra, pergeñada por holandeses y británicos para debilitar al imperio español. Naturalmente, no son solo los espectadores, correveidiles y forofos, y no digamos las mesnadas de descerebrados enseñantes, los que continúan en la inopia, sino también la inmensa mayoría de sus polichinelas políticas, que se dejan manejar en la creencia de que interpretan personajes resueltos, independientes, modernos y del siglo XXI.