La verónicaAdolfo Ariza

Creer en cuentos de hadas

Creo que para muchos la tirilla que llevo en mi cuello sería en sí prueba fehaciente de que creo – todavía a mis más de 44 años - en cuentos de hadas. Con mi querido Chesterton – en este caso el Chesterton de la Ortodoxia - he llegado a la determinada determinación de que «si nuestra vida llega a ser tan bonita como un cuento de hadas», es porque «la belleza de un cuento de hadas se basa» en un príncipe que siente «un asombro que no llega a nunca a ser miedo». Si este príncipe llegase a tener miedo, estaría acabado; «pero si el gigante le es indiferente, lo que se habrá acabado será el cuento de hadas». En definitiva, «todo depende de que el príncipe sea al mismo tiempo lo bastante humilde para sentir asombro y lo bastante altivo para ser desafiante».

Chesterton te enseña a reconocer las dos principales certezas que inspiran los cuentos de hadas. La primera es que «el mundo es un lugar absurdo y sorprendente, que podría haber sido diferente, pero que resultaba bastante placentero tal como es». La segunda se refiere a que «ante esa sorpresa y ese absurdo tan placenteros, más vale ser modesto y aceptar las extrañas limitaciones de tan extraña bondad». La primera certeza te recuerda que si hay «magia» es porque tal vez haya también «un mago»: «[…] este mundo nuestro tiene un propósito y, si lo tiene, es que hay alguien. Siempre había vivido la vida como un relato; y donde hay un relato hay un narrador». La segunda certeza recuerda que «la vida no es sólo un placer sino una especie de excéntrico privilegio». Chesterton lo veía claro: «[…] me parece mucho más sorprendente pensar que cualquier persona de las que andan por la calle podría no haber sido». De ahí que «la verdadera forma de dar gracias es demostrar cierta humildad y dominio de uno mismo: deberíamos dar gracias a Dios por la cerveza y el borgoña no bebiendo demasiado». Los cuentos de hadas se convierten en la mecha que hace prender «la vaga y avasalladora impresión» de que, en cierto sentido, todo bien es «un resto de un desastre primordial» que debemos «atesorar y guardar como si fuese sagrado»: «El hombre ha salvado el bien igual que Crusoe salvó sus bienes del naufragio».

«El país de las hadas no es más que el luminoso reino del sentido común» puesto que «no corresponde a la Tierra juzgar al cielo, sino al cielo juzgar a la Tierra». Chesterton lo tenía muy claro: «El caso es que dejé los cuentos de hadas en el cuarto de juegos y ya no he vuelto a encontrar libros tan sensatos». No hay más que remitirse a las pruebas: Así «Juanito el Matagigantes» nos enseña que «una viril rebelión contra el orgullo como tal»; la «Cenicienta» al modo del magníficat es «la exaltación de los humildes»; «la bella y la bestia» nos dice «que hay que amar las cosas antes de que sean amables»; «la bella durmiente» nos dice que «los seres humanos reciben muchas bendiciones el día que llegan al mundo, pero también la maldición de la muerte, y que la muerte tal vez pueda aliviarse con un sueño». Desde esta tesitura reconoce Chesterton que aprendió a asomar la cabeza «por encima de los setos de los elfos» y «a prestar atención al mundo natural»; lo cual le condujo a percibir «algo extraordinario» como el error de «hombres eruditos con gafas» que «intuyen que, puesto que una cosa incomprensible ocurre constantemente a continuación de otra cosa no menos incomprensible, las dos forman una cosa comprensible». Los cuentos de hadas enseñan – como enseñaron a Chesterton - a reconocer que en el hecho de «que contemos con el curso ordinario de las cosas no nos sirve como argumento en pro de la inalterabilidad de la ley». En definitiva, «no contamos, sino que apostamos basándonos en ello». De ahí que Chesterton llegase a decir que las únicas palabras que le gustan para describir la Naturaleza son las utilizadas en los cuentos de hadas: «hechizo, encantamiento, ensalmo, porque expresan la arbitrariedad del hecho y su misterio».

¡Feliz – como de cuento de Hadas – verano!