Subidos en los hombros de gigantesBernd Dietz

La canícula electoral

Nuestros partidos son, de puertas adentro, auténticas picadoras de carne dirigidas por un sátrapa omnímodo

Si escuchamos los discursos de las fuerzas políticas preponderantes, dan negra pena. Su principal cometido parece ser ofender a los adversarios, sembrar discordia y desconfianza, formular futuribles de cuya doblez flatulenta no dudan ni el emisor ni el receptor, y no parar de emular a sus precursores de la II República en punto a teatralidad, arrogancia, fatuidad, intransigencia y estragamiento. Esa tristeza de circo barato. Si estos histriones no se respetan ni juegan limpio entre ellos, si no anteponen el bienestar neto de los españoles a sus mediocres ambiciones, si son incapaces de aplaudir el acierto, el talento, la generosidad y la inteligencia vengan de donde vengan, están incapacitados como aspirantes. No valen ni para llegar a la esquina. Menos para gobernarnos. Son la antítesis de la cortesía, la pericia, la ética o el saber. Constituyen un oprobio.

La única manera de llevarse pasablemente bien con el prójimo es admitir su otredad y rareza, y que este haga otro tanto con nosotros. Pasa ello por captar que cada individuo, uno mismo incluido, alberga un sector primordial de actitudes y acciones brotadas de un condicionamiento apenas consciente. Poso que, en el mejor de los casos, convive con una parcela menor, a veces en barbecho, de libre albedrío y fibra moral. Ello puede permitir, si median buena voluntad y ecuanimidad en el juicio, que uno se relacione de un modo edificante con otros apreciados congéneres, en concreto los que acostumbran a guiarse por una escala de valores honorable. No es el tenor de Sánchez o Guardiola al «cambiar de opinión» por asegurar la sede del colchón, vaya par.

Las ínfulas sectarias, el egoísmo innato, los antojos temperamentales, el sesgo cognitivo y las preferencias subjetivas arramblan con la parte del león cada vez que electores y elegibles se rozan fugazmente. Aun así, sería sano que cada sujeto, de Pascuas a Ramos, se viera un rato en perspectiva, sin barrer para casa, limando los excesos de obcecación. Que probase, por variar, con la humildad, la reflexión introspectiva o la relativización de sus ensueños. De camino podría mitigar el feo vicio del victimismo, a despecho de que en cada plataforma haya dispuesto su tenderete un botiguero progresista, voceando carnés de afligido con derecho a paga.

Parece carecer España del clima adecuado para paliar tal talante. No debería, porque hemos sido una potencia ejemplar, un pueblo de idealistas y valientes. Aunque hoy vastos contingentes de compatriotas han hecho del sostenella y no enmendalla, o del quien no llora no mama, su santo y seña. Por eso el país se ha vuelto así, tan mezquino, astroso y guerracivilista. La caverna separatista, no digamos. Mucha gente prefiere imponerse sin razón antes que ceder ante la verdad y la justicia; sacar tajada antes que perder una baza. Desde la cuna se aprende que la simulación, la sed de propinas y la contabilidad creativa son armas básicas para andar por ahí. Por mucho que Marañón abominase de la picaresca como supuesta marca de lo hispánico, la predisposición existe, aquí y fuera de aquí. ¿Alcanzamos hogaño cotas de especial miseria?

Sobre el papel, y desde un teorizar bienintencionado, sería fácil diseñar un sistema de partidos políticos fiel a la pluralidad de criterios, la diversidad de sensibilidades existentes. Cabría incluso aceptar la posibilidad de aprender de lo empírico, de pensar con tino y extraer lecciones dialécticas. Las diferentes ideologías o maneras de comprender el mundo darían lugar a agrupaciones políticas que, por buscar cada una cierta adhesión ciudadana, procurarían desarrollar dos rasgos perentorios: en primer término, un mínimo denominador común, con el cual se identificasen todos los partidarios; y, en segundo lugar, un amplio espectro en virtud del cual, bajo las mismas siglas, hubiese espacio para modos complementarios de sentir e integrarse. Así, cada partido dado, fuese más radical, centrista o moderado, albergaría en su seno alas o tendencias a su vez más extremas, centradas o conservadoras, conviviendo dentro de una sola formación. Algo útil.

Analizando el posicionamiento de partidos contiguos en el panorama nacional, se apreciaría de suyo un solapamiento saludable; toda vez que el ala «izquierda» de un partido «de derechas» estaría más a la izquierda que el ala «derecha» de un partido genuinamente «de izquierdas». Ello generaría una tensión productiva entre filiación y defensa de las propias convicciones, e ilustraría con elocuencia cuánto de contingente hay, por naturaleza, en la política. Estas dinámicas solían ser habituales en las tradiciones parlamentarias de Occidente, atestiguando la honradez, franqueza, coherencia y claridad exigibles de oficio a los partícipes.

En la España actual nos hallamos desconsoladoramente lejos de una coyuntura semejante. Nuestros partidos son, de puertas adentro, auténticas picadoras de carne dirigidas por un sátrapa omnímodo, del cual depende hasta la más nimia deposición de aquellos subalternos, aduladores y secuaces que, a cambio de soldada, integran su monocorde organigrama. No suponen seres pensantes, sino acróbatas dóciles al acecho de su golosina. Al no estar dispuestos a sufrir purgas o excomuniones que los aparten del nutricio maná procedente del cabecilla, como mucho compiten entre sí al florentino modo, con parla retrechera, melosa santurronería y zancadilla trapera al compañero. ¿Cómo van a ser capaces de producir argumentos sinceros, propuestas constructivas o desvelos por la patria, si solo los mueve el medro personal? La dosis de pensamiento político que contienen sus actos es microscópica, homeopática, infinitesimal. Ello motiva que, concurriendo múltiples ofertas para el votante, resulte harto urgente escoger lo certero.