Subidos en los hombros de gigantesBernd Dietz

El Salmo 119

Aun siendo hijos de Satanás, coloquialmente hablando, no andan en realidad mal de la azotea. Persiguen una meta

Aspiran los poetas de envergadura a que sus obras desplieguen sutileza formal, elegancia compositiva, encanto de factura y expresión. Lo mismo que pretenden tales creadores de tronío –en contraste con el candor y adanismo de la posmodernidad—rendir tributo a la hondura y la sapiencia, para dar frutos de dulce utilidad a los humanos. Empero, la doxa hace un triste uso de su libertad despreciando a los maestros y jaleando a esos ayunos majaderos que ejercen de cronistas de lo inane. En su indigencia abaratan léxico y sintaxis, presumen de aspereza e incultura, y encumbran la grosería y el pobrismo como banderas democratizantes.

Los bárbaros disturbios que hacen arder a Francia estos días, según es usual aduciendo compromiso político, finalidad buenista y reacción vengativa contra la «culpable» civilización occidental, son su corolario político. Muestran que la deriva ciudadana en boga, la que alientan no solo Mélenchon y sus comunistas, sino también los medios, las empresas transnacionales y sus disimulados jefes, consiste en desfogarse a base de algaradas, sin respetar personas, propiedades o enseñanzas. A los vándalos les divierte más soltar coces, lanzar pedruscos y desvalijar escaparates que desasnarse o activar sus neuronas para mirar por encima de su sombra. La revolución es así.

Ahí está, para no variar, la pobre Alba Flores, ataviada de comanche, que pronuncia Woolf como «guolf», sacando mohínes de sublevación en un sarao costeado por Amazon, El Corte Inglés, Air Europa, Coca-Cola y el BBVA. En Estados Unidos llevan tiempo con payasadas afines. La mercadotecnia en alza se acoge, por interés crematístico, a los estándares ESG, luciendo un wokismo izquierdista al objeto de que poderes fácticos como BlackRock o Vanguard, los dos mayores fondos de inversión del planeta, sigan regándola. ¿Son los amos del mundo devotos de Marx y Judith Butler? ¿Por qué revistas como Sports Illustrated o Swimsuit, que antes escogían para sus portadas a las bellezas más rutilantes del orbe, ahora ceden el foco a la gordura, la fealdad y la vejez? ¿Por lisonjear, por taimería? ¿Y si la ínclita Pam ubérrima fuese otra «sierva del capitalismo» al sustentar con desparpajo, por hacer caja, un progresismo fetén como guiño comercial?

Mucho nos tememos que esto de aplaudir las autopercepciones calenturientas --la niña que dice ser un minino, por ejemplo-- es parte del mismo fraude. Dejar que un violador y asesino de mujeres declare que se siente señora y brindarle hospedaje en una cárcel de mujeres no puede obedecer al cretinismo. Aquí media gato encerrado, macana, saña, el ahíto tedio de una mafia neroniana. Mueven esos hilos la agenda globalista y los fondos de inversión, las consabidas élites. Aun siendo hijos de Satanás, coloquialmente hablando, no andan en realidad mal de la azotea. Persiguen una meta. Algo que no llega a captar el típico progre, el típico marxista o socialista, el típico zote que de una tacada odia las matemáticas, el mérito, el premio al esfuerzo, la solvencia intelectual, la igualdad ante la ley y el celo moral. Dejemos que lo vayan descubriendo.

Volvamos nosotros a la poesía más excelsa, en concreto al Salmo 119. Con sus 176 versículos dobles, agrupados en 22 estrofas, es el más largo de todos los salmos, así como el capítulo más extenso de la Biblia hebrea en su conjunto (aunque no cuadra denominarlo «capítulo», pues los Salmos son piezas separadas y autónomas). Desconocemos su autoría. Parece datar del periodo postexílico, después de la promulgación del Deuteronomio en 621 a. de C. Su eficaz estructura estriba en que a cada estrofa corresponde una de las letras del alfabeto hebreo, de suerte que todos y cada uno de los ocho versos dobles de una estrofa comienzan con dicha letra. El metro hebreo es regular, normalmente con tres acentos en el versículo primero, y dos en el segundo. Asimismo reitera cada dístico uno de los ocho términos que evocan la Ley, como dictamen, ordenanza, precepto, mandamiento, promesa, palabra, juicio y camino, si seguimos la versión de la Biblia de Jerusalén. Con ello se genera no solo un fascinante recurso mnemotécnico, sino un efecto poético similar al que obtendrán, dos milenios después, la sextina medieval o la villanesca del Renacimiento.

Se ha especulado con que el Salmo 119 pudo haber sido escrito por un judío prisionero de los babilonios, y que de ahí nacería su cantar angustiado y personal dirigido al Creador. Quizás. Además se ha señalado que cada una de las 22 estrofas alberga un silogismo, con una perfecta estructura lógica, por lo que sería más provechoso degustarlas con lentitud, una por una. Lo que se evidencia, en cualquier caso, es que la poesía genuina es resistente al tiempo, firme como una roca.

Judíos, católicos, ortodoxos, anglicanos, luteranos y otros protestantes lo tienen en elevada estima, por lo que ocupa un papel especial en diferentes liturgias y celebraciones, desde Rosh Hashanah hasta las horas canónicas en la Regla de san Benito. Numerosos compositores de primera fila, como William Byrd, Henry Purcell, Heinrich Schütz o Antonin Dvorak, entre otros, le han puesto música. El gran político británico William Wilberforce, abolicionista pionero de la esclavitud, solía recitarlo de memoria en la ruta del Parlamento hasta su casa.

George Wishart, obispo de Edimburgo en el siglo XVII (no confundir con otro escocés del mismo nombre martirizado un siglo antes), fue condenado a muerte por traición y tuvo, como otros reos, la ocasión de cantar un salmo en el patíbulo. Escogió el 119, siendo su interpretación tan conmovedora, que le perdonaron la vida cuando llevaba dos tercios. Hay quien arguye que 176 autores escribieron cada uno un verso del salmo, mientras otros lo atribuyen en su totalidad al profeta Ezra. Igualmente cuentan, quebrando la cronología, que el rey David lo utilizaba para enseñarle a su hijo Salomón el alfabeto; no solo como sucesión de letras, sino como guía espiritual. Algo que compartía Blaise Pascal, quien llamó al verso 59 «el punto de inflexión del carácter y el destino del hombre».

En esta coyuntura, nada de más urgente actualidad que el Salmo 119. Si nos conviene obedecer a Yahveh y cumplir sus justas normas, no es por exótico azar, sino para merecer su generosidad. Como individuos, sufrimos una humillante desazón. Nos hostigan congéneres que el salmista retrata fotográficamente: los soberbios, los príncipes, los insultadores, los impíos, los opresores. No es fácil practicar la sinceridad y el amor a la verdad. Al contrario, el enemigo nos asedia incansable. Porque el mal es fuerte, y cunde en tales sujetos. Claro que debemos rechazar las ganancias injustas y las vanidades, mostrándonos humildes y decentes. Pero eso no impresiona a esta gente. Aunque Yahveh nos reserva consuelo y ternura, su refugio y escudo: «Rescátame de la opresión del hombre/ y tus enseñanzas guardaré.» Así que la ley mosaica incluye la cuota de bondad que Dios nos ha confiado. También la dote de prudencia, certeza y protección que nos ayuda a sobrevivir en un tránsito repleto de asechanzas, amenazas y peligros.