La dhimmitud
Por eso España tiene hoy millones de antifranquistas, la mayoría de cuño reciente, de los que jamás se tuvo noticia en aquel tiempo
La expresión es un vocablo híbrido, combinación de «dhimmi» y el sufijo que porta, verbigracia, la palabra «esclavitud». El dhimmi fue el ciudadano de segunda clase tolerado en un país islámico, como graciosa concesión por ser monoteísta y descendiente de Abraham, tal un copto en Egipto, un maronita en el Próximo Oriente o un judío en Marruecos. Tenía muy restringidos sus derechos y sufría una carga fiscal que llegaba a triplicar la de un musulmán, como estímulo, entre otras desventajas tangibles, para que se convirtiera al islam. Duró este régimen un milenio, aunque fuera algo amortiguado, según la nación, desde finales del siglo XIX. En épocas recientes ha vuelto a intensificarse en ciertos países musulmanes, como Irán. Es significativo que se trate de una concesión «humanizadora», un trato «de privilegio», en la medida en que al dhimmi se le brinda una opción intermedia entre la conversión forzosa al islam y la condena a muerte.
Que existe asimetría entre islam y cristianismo es indiscutible. La misma que media entre izquierda y derecha. Son relaciones en las que los primeros se arrogan la prerrogativa de intimidar, sentenciar y desvalijar a los segundos, gracias a su mentida superioridad moral. Por eso no acaba de funcionar políticamente el liberalismo, al probarse inviable la reciprocidad, la convivencia respetuosa. Occidente ha de abrir mezquitas, erradicar el jamón serrano de los colegios españoles, quitar de la vista cualquier crucifijo. Pero las sociedades mahometanas están legitimadas para perseguir a los católicos, imponerles sus normas de conducta y ejercer violencia contra ellos.
En España somos harto receptivos a todo lo unilateral, maniqueo o desequilibrado. Aquí, cualquier intelectual o funcionario con nómina sostendrá que la II República era un régimen de libertades, garantista y pacífico, y Franco un belicista criminal de ideas fascistas. No llevar esta consigna interiorizada, o no hacérsela recitar a diario a los párvulos si eres enseñante, te sitúa fuera de la ley. ¿Cómo no van a compincharse comunistas y yihadistas? Se ven como aliados idóneos para doblegar a cristianos, burgueses, emprendedores y demás espíritus libres. Odian lo mismo, el saberse anodinos.
Ahora les da prosopopeya el globalismo, ese chusco cóctel de financieros, empresarios tecnológicos, sociedades secretas, científicos corruptos, magnates de la comunicación, grandes fortunas, burócratas internacionales y élites rancias. Conformarían la casta dirigente de toda la vida, solo que desprovista de amor a Dios, de consideración al prójimo y de escrúpulos. Tales globalistas han descubierto que islam y comunismo son instrumentos básicos para someternos, sin ellos verse pringados.
Por eso han revertido la caída del muro de Berlín, inyectando viagra milagrosa al marxismo, y por eso han acelerado la islamización de Occidente, logrando que los gobiernos de países antaño ilustrados como Francia, Suecia o Alemania se traguen una intrusión masiva de extranjeros refractarios. Cuando han tenido que tomar nota, porque los oriundos sufrían en sus carnes un acoso nada agradecido, el mal estaba sembrado. Probablemente el kilo de político sea mucho más asequible de lo que creemos, y el poder adquisitivo de sus jefes más amplio de lo que barruntábamos.
Si a ello añadimos la «emergencia climática», las pamplinas de género, la fijación de una covachuela mundial para pandemias y vacunas, el plan de destruir los pantanos y hundir las explotaciones agrícolas y ganaderas, la nueva dieta basada en insectos y comida sintética marca de un monopolista digital, así como el festín de la guadaña en lo tocante a aborto y eutanasia, diríase que hay un buen quilombo. Es posible que seamos muchos en el mundo, pero no da la impresión de que se quiera ajustar por el lado de la barbarie, el fanatismo o la incultura, sino serrando la rama más fértil, sólida y hermosa. La vieja Europa ocupa el primer puesto en la lista de chivos expiatorios, empezando por el activo al que debemos haber progresado: el esfuerzo de los varones blancos, heterosexuales y laboralmente capaces. Ese es el enemigo prioritario, al ser soporte esencial del bienestar que quieren matar. La cosa es que lo están ejecutando con éxito, aunque transijan con que el guiso, pensado hace décadas, aún requiera un poco más de cocina.
¿Será factible eludir este destino y sobrevivir? Seguro que muchos aceptarán desempeñar el papel de dhimmis de Davos a cambio de salvar el pellejo, y que la mayoría acatará la conversión integral a la religión emergente, rindiéndose a ella sin fisuras. Las dictaduras que en el mundo han sido siempre disfrutaron de un alto grado de adhesión acrítica, voluntaria e incluso entusiasta, pues el común de los humanos es cobarde y venal. Por eso España tiene hoy millones de antifranquistas, la mayoría de cuño reciente, de los que jamás se tuvo noticia en aquel tiempo. Lo raro, por el contrario, es elegir estar en minoría y desmentir las falacias, por responsabilidad moral.
Lo que sigue, ya nos lo han explicado: ratoneras «de quince minutos», cancelación cultural, «manipulación histórica», severas restricciones a la movilidad, abolición del dinero en metálico, ataques crecientes a la propiedad privada. El «Frankenstein» español podría estar prefigurando el modelo de gobierno universal: comunistas, supremacistas, totalitarios, censores y ladrones.
Ello no obstante, si queda alguna persona disconforme, que insista en no comulgar con ruedas de molino, inquieta con lo que se nos viene encima por deferencia de la cofradía del arito de colores, recomendamos esto: sea usted leal a los suyos, a su patria, a su cultura y a sus creencias. Manténgase firme.