El negacionismo
«El obcecado que moteja de negacionista al lúcido es como el hortera que atribuye mal gusto al elegante, o como el zoquete que tacha al sabio de ignorante»
Los guionistas, pregoneros, «expertos» y resto de propagandistas absortos en amasar lo que la buena gente cree que opina por propia reflexión no pueden pasarse un solo día sin esa levadura. No en vano consiste su oficio en llenar un vacío, en cumplimentar una línea de puntos, en modelar la percha que, a modo de esqueleto argumental, confiere una catadura humana al informe bulto de lo abrutado. Se trata, pues, de aportar fachada y estructura, homologando un sentir clónico, grupal.
Umberto Eco relata en Número cero, su novela postrera --un alegato de desconsolador pesimismo en lo político--, cómo ya en los años noventa, cuando transcurre la acción, la prensa hacía virguerías con las reacciones cognitivas de la plebe, orientándolas a placer sin miramiento ni trabas. Hoy, con el virus de las televisiones, las redes sociales, el globalismo y la vasta parte teledirigida de internet, la operación es aún más feroz, letal y ubicua.
Así, lo que suponemos pensar es una papilla premasticada que dejamos mansamente discurrir por orificios y conductos. Y uno de los chiboletes (según castellanizara Unamuno el shibboleth hebraico) más usados por los pastores, al marcarnos como reses de la grey, es el negacionismo. Los rebeldes, los inadaptados, los sospechosos de no seguir el patrón, seríamos negacionistas. Te lo sueltan con agria displicencia, tal significando la marca de Caín. Y el público, feliz, toma nota. Oye, no vayan a catalogarte como negacionista. Es lo peor que podría pasarte. Porque el negacionismo te señala como espécimen subhumano. Alguien no merecedor de que le dirijan la palabra familiares y amigos, según hacen con quien decide abandonar ciertas sectas endogámicas. La meta es que se sienta un apestado, un leproso, oveja negra, traidor a la tribu, un sucio réprobo. Al no asumir las consignas e instrucciones diseñadas por la jefatura, el estigmatizado pierde la legitimidad. No tiene opción a un puesto en el pesebre junto a los compañeros. ¿Hay algo más sedante que gozar de seguridad alimentaria encajonado entre los demás?
Sin embargo, ¿qué es un negacionista? Claro, en origen era quien --cual un David Irving de vía estrecha-- rechazaba que hubieran existido campos de exterminio, o que los nazis hubiesen asesinado judíos por millones, al objeto de blanquear a los primeros y ennegrecer a los segundos. En esa medida, el negacionista era un ser tarado, perverso, fanático u obnubilado, incapaz de admitir una realidad de la que existían abundantes pruebas y testimonios. Hoy en día, por contraste, es negacionista quien pone en cuestión esa emergencia climática ligada a la «obvia» responsabilidad del ser humano en lo telúrico.
Es natural que periodistas y brillantes «científicos» profusamente subvencionados sientan una motivación tangible para combatir el negacionismo. En el caso del ciudadano corriente, es antes bien un fenómeno de coacción psíquica, como la que induce a las ovejas a desfilar hacia el aprisco o, llegado el caso, al matadero. Importa poco que el dióxido de carbono sea esencial para la vida, como evidencia la fotosíntesis, si interesa presentarlo como un gas tóxico comparable al Zykon B, nombre comercial de aquel cianuro de hidrógeno de trágica memoria. Lo que cuenta es lo que escupen los altavoces que nos machacan los oídos. Su prédica va a misa, y quien ose rechistar recibe su castigo.
¿No acaece lo mismo con la inmigración expansiva, legal o ilegal, de amplios colectivos de sesgo radical, anticristiano y multiplicador? Si alguien recuerda que numerosas ciudades británicas tienen alcaldes mahometanos, o que Francia y Bélgica son auténticos polvorines cada vez más incontrolables, se le moteja al instante de negacionista del progreso, enemigo del multiculturalismo, los derechos humanos, la tolerancia y la hospitalidad. Típicamente facha será entonces que veas tu plácida vida anterior arruinada por un colosal vuelco demográfico y antropológico, debido a huéspedes no invitados, reñidos además con el respeto mutuo. Entretanto, quienes se esfuerzan por no quedar como incorrectos se lanzan presurosos a buscar mil excusas, falacias y autoengaños para convencer al personal de que no hay el menor problema. Soros dixit. Y de que si llegaran a peligrar nuestra etnicidad y tradiciones, lo suyo será ceder, rendirse y aplaudir.
Una tercera esfera en la que campan a sus anchas los que aspiran a no ser tildados de negacionistas son las chuscas ingenierías de género. ¿Acaso no es palmario que forman parte de una cruda campaña universal para diezmar la natalidad y promover el decrecimiento poblacional mediante el declive del orden familiar, la heterosexualidad biológica y la procreación natural? Para impulsar dicha campaña se urden constantes injerencias estatales, manipulaciones culturales y educativas, coerciones y censuras. Pero quien detecte en ello abuso será otro negacionista, mórbidamente empeñado en refutar la diversidad, la libertad y la graciosa elección de identidad.
Dicho todo esto, la noción de negacionismo podría tener algo válido, si la administraran librepensadores cuerdos y sensatos, resistentes a la presión ambiental. Fácil sería demostrar que los negacionistas son los demagogos, no sus víctimas, y que quien con briosa ingenuidad defiende el error resulta tan dañino como quien lo hace con cinismo hipócrita. El obcecado que moteja de negacionista al lúcido es como el hortera que atribuye mal gusto al elegante, o como el zoquete que tacha al sabio de ignorante. A efectos epistemológicos, un cretino. Si la verdad es fijada por asentimiento democrático de los televidentes, mejor recurrir a Sexto Empírico, rescatando recursos raros tal la lógica, la duda y el sano raciocinio.