La que se avecina
«¿Alguien con dos dedos de frente duda todavía de que el verdadero ganado seremos los seres humanos, si se imponen los globalistas?»
«Brave new world» es una expresión empleada por Shakespeare en La Tempestad y que Aldous Huxley adopta como título para su célebre novela de 1932, conocida por los hispanohablantes como Un mundo feliz. «¡Oh espléndido mundo nuevo…», traduce Astrana Marín las palabras que pronuncia, en su candor, una cegada Miranda en el acto que cierra la última obra del dramaturgo de Stratford-upon-Avon. La expresión ejerce una función claramente irónica, la lexicalizada en lengua inglesa, viniendo a significar: «¡Menuda trola nos están colando, y qué futuro más negro nos tienen preparado!» Huxley, por descontado, emplea el giro con idéntica intención, apuntando que su sátira había sido concebida por él mismo como «utopía negativa».
De distopías tratamos, pues. Dicho barniz «feliz» posee la misma veracidad que la simpatía del príncipe de Gales cuando, semanas atrás, repartía hamburguesas veganas en un puesto callejero de comida rápida, al objeto de enseñar al complacido súbdito a «reparar y restaurar el planeta». Luciendo una bondad almibarada en todo semejante a las cartas de respuesta, pergeñadas con inteligencia artificial, mediante las que ciertas empresas atienden hogaño las quejas de sus clientes. Lo que iba a venir ya está aquí y, si la píldora bien supiera, no la doraran por defuera. ¿Será posible que la sonrisa de críptica memez que luce nuestro ministro de Seguridad Social, al negar cualquier problema futuro con las pensiones, se base en que ya contabiliza y descuenta una reducción gorda de la población?
Pero antes de que la superioridad decrete una cirugía drástica de la demografía mundial, habiendo desatado el auge salvaje del aborto, la eutanasia, la esterilización, las vacunas y epidemias, las guerras controladas, los conflictos raciales y la demonización de la heterosexualidad biológica, será menester que nos fichen, nos marquen, los geolocalicen, nos inmovilicen, nos clasifiquen y, la parte más divertida, que nos hagan jalear, babeando gratitud, el designio programado.
¿Alguien con dos dedos de frente duda todavía de que el verdadero ganado seremos los seres humanos, si se imponen los globalistas? Naturalmente, está por ver que sofoquen la desafección plausible. Aunque con retardo, el más torpe acaba por espabilar. Nuestras granjas y cercados mutarían desde los gulags comunistas o sus réplicas nacionalsocialistas, un clásico, para acomodarse al urbanismo físico y mental diseñado por el progresismo. El éxito de cualquier estabulación consiste en que las reses sigan rutinas pautadas, regidas por un corto número de encargados. Alojadas en instalaciones funcionales que desincentiven la huida, su existencia discurrirá en docilidad vigilada, ajenas al sacrificio final.
La mejor coerción es la ideológica, como cuando suspiramos ante la emergencia climática, o aplaudimos que nos encierren y manipulen a cuento de una pandemia, o confirmamos que alguien con barba, pelo en pecho y genitales de varón es una hembra, si lo manda la ley. ¡Qué daño tan atroz ha causado a sus panolis doña Judith Butler! Gentíos entregados llevan existencias felices siguiendo las consignas oficiales, irritándose si alguien cuestiona los lemas que ornan los dinteles del recinto. Exigen igualdad de pensamiento, castigo al negacionista y golosina al crédulo. Dan volteretas por agradar, como no se saltan un telediario. Bendicen que la educación, el ocio ramplón --denominado «cultura»-- y la politología para zotes coadyuven a amarrar sumisiones.
Observar un rebaño de cientos de ovejas, manejado por un solo pastor con tres o cuatro canes, es aprender coreografía. Pero la acción de la política no transcurre en pastos y dehesas, sino en despachos, medios de comunicación, ritos electorales y pantallas digitales. En ambos casos, hay perros eficaces que empujan a las criaturas a derecha o izquierda, según resulte conveniente. El jefe, igual que gasta corbatas de diferente color o vehículos distintos, es lógico que disfrute de marionetas diferentes, cada una con sus seguidores. Es lo que hoy en día llaman bipartidismo, Tetuán u Orense, usurpando un venerable concepto del XIX inglés, para mejor embaucar.