El potaje Frankestein
La amplísima paleta de gansadas puesta en escena con las fórmulas de juramento o promesa, en la reciente constitución de las Cortes, evidencia a las claras que galopamos alegres hacia una atomización vesánica. Si notamos que Sumar --la colorista tropa de Yolanda Díaz, a su vez en riña grouchomarxiana con la de Pablo Iglesias—amalgama a casi una veintena de grupos y partidos, definiéndose mediante etiquetas suyas como progresista, feminista, republicana, ecologista, europeísta, euroescéptica moderada, federalista, plurinacionalista, antineoliberal, socialdemócrata, sostenibilista, afín al socialismo democrático, a la democracia participativa o la democracia económica, apuntalado el paripé por el engrudo del Partido Comunista de España (que mueve la batuta), uno concluye: ¡menudo batiburrillo! Parece un mosaico chillón hecho de teselas que no casan, encajadas a base de reunir fobias, egoísmos, antojos, carencias y prejuicios diversos.
Y esta es apenas una exigua parte de las tribus políticas que conforman el sanchismo, ese carnaval abigarrado y centrífugo, en cuyo carrusel de feria se montan etarras, exterroristas de otros lares carpetovetónicos, separatistas, antiespañoles de todo pelaje, socialistas pata negra, regionalistas cicateros y demás pícaros de estofa mejorable. Como esta ménagerie de cartón piedra, indigencia intelectual y prosopopeya altísona gira en torno a un Rey Sol diseñado a su medida, con más cimbreo que sustancia y una altivez marmórea, cabría empezar a ver el panorama por el lado positivo.
Por supuesto que este circo no rinde justicia a la grandeza de España. Es cierto que en nuestros dominios no se ponía el sol, que fuimos largo tiempo la mayor potencia civilizatoria del orbe, que aunque la inaudita racha declinó tras siglos de gloria, aún atesoramos la mejor pinacoteca y una de las más altas literaturas planetarias; así que dicho infantilismo, tamaña grosería y parvedad, sí apenan. Pero véanse las ventajas, caramba. En verdad está Sánchez más atado de pies y manos que el famoso Gulliver en el país de los liliputienses. No porque él sea un gigante, sino porque se cuentan por docenas los microbios, enanos o pigmeos que, cada uno con sus ínfulas titánicas, lo humillan a su albur: inmovilizado, preso, cogido por las partes más dolorosas, les pertenece; en clave numérica y tasando la valía o talla histórica del cautivo. ¡Si hasta da ruedas de prensa para criticar un ósculo! Pronto emitirá consejos culinarios como el ministro Garzón, o aquella malagueña del PP.
No es que a él le venga mal dormir en un palacio, ahuecar la voz, viajar por el mundo y lucir esos pantalones de pitillo, que –reconozcámoslo—le quedan como un guante, a lo Beau Brummell. Aunque él crea que es por hacernos un favor, es para su solaz. Sino que el daño para nuestra tierra será siempre algo menor si quienes pretenden derruirla son en esencia un enjambre de zánganos, tábanos y parásitos (gusanos, repetía Fidel Castro), de momento aunados para cebar una vanidad ingenua, casi lastimosa en su rocambolesca falta de empatía con la identidad moral, cultural, filosófica y humana de la patria.
Si bien el ridículo internacional está garantizado, y cualquier enemigo de la nación se frota las manos ante un papelón tan sandio, la situación no es desesperada. La fragmentación, las escisiones y el totum revolutum de desaprensivos suponen cierta bendición, al limitar la debacle a sus dotes y conducir solo al desatino, la anulación mutua y el sindiós que harán del Parlamento Nacional una astracanada. Nada que no pueda instruir al votante, espabilar al alelado y generar tejido sano. Que buena falta nos hará para sacar adelante la tarea, plantar cara al globalismo y trabajar por la salud de los que vienen.