Subidos en los hombros de gigantesBernd Dietz

El nazismo y sus émulos

«Cabe hablar de feminazismo o de catanazismo sin el menor afán de injuria. Es una tríada sórdida y asimilable»

Palabras como feminazi o catanazi son estéticamente horrendas; acrónimos cuya fealdad proviene acaso de que sus dos segmentos, combinados, generan una abyección aún mayor que la suma de sus componentes. Pese a su escasa elegancia como expresiones, se utilizan con asiduidad, al resultar --por desgracia-- bastante útiles desde el punto de vista descriptivo.

Si feminismo con nazismo, o catalanismo con nazismo, maridan con esa fluidez, es contingencia que no habría tenido que llegar a producirse. El feminismo y el catalanismo, con su raíz sentimental y su parcialidad identitaria, podrían haber devenido en autoafirmación sensata, sin voracidad marimandona, sin cinismo ni inquina. Como conceptos afables, abiertos, constructivos. Tristemente, los hechos siguieron otros derroteros. ¿Quién iba a atribuir al clan Pujol tamaño patriotismo cleptocrático? Si se acaban de reunir con él en Francia todos sus sucesores, es rasgo sistémico.

Por eso cabe hablar de feminazismo o de catanazismo sin el menor afán de injuria. Es una tríada sórdida y asimilable. En verdad mentamos una tragedia moral, un colapso ético. Nada equiparable a cuando un progresista tilda cuanto le chincha de fascista. Eso sí que es frívola prevaricación idiomática, antojo lerdo, vicio. Lo que ni por asomo se da con los términos portmanteau que analizamos. Porque su virtud semántica reside en señalar una homología tangible. Nazismo, catalanismo y feminismo utilizan el mismo ardid argumental. Son formas burdas de romper la baraja, arrogándose el uso prepotente de la fuerza. Los judíos de los catalanistas son los españoles, como los judíos de las feministas son los hombres. El judío de los nazis era cualquiera, de cualquier nacionalidad, etnia, ideología o religión, al que hubieran hallado un abuelo de apellido hebreo.

En los tres casos, lo que se busca es el expolio y la persecución de un colectivo, victimizado a su pesar, para lucro de los victimarios. Si a un alemán ordinario de los años treinta le decían que, por ser nazi y ario, podía adueñarse del puesto de trabajo, la vivienda y los enseres de su vecino judío, de modo legal y sin tener que ponerse bestia, que para eso estaban policías, jueces y fiscales, ¿iba a ignorar la oferta? Si a un catalán de hoy le dicen que forma parte de una raza superior, oprimida secularmente por los españoles, quienes mantienen con él una cuantiosa deuda, ¿criticará que Cataluña reciba un flujo inagotable de dinero, privilegios y favores a costear por madrileños, extremeños, andaluces…? Y si a una casada sin principios le dicen que, cuando le apetezca, tiene a su alcance echar al esposo de casa y meter a un maromo, aunque la vivienda la comprasen sus suegros, para luego vampirizar durante décadas los bienes e ingresos del marido, ¿rechazará la bicoca?

Los seres humanos --y feministas, catalanistas y nazis son gente corriente y moliente-- no suelen desdeñar prebendas que, bendecidas por la autoridad estatal, llegan con papel de regalo, lazo chillón y sello justiciero. La clave del mecanismo, de la ecuación, del chollo, consiste en la asimetría, la «discriminación positiva», el pillaje fácil. Léase, la impunidad oficial para quitarle a uno lo que transfieres a otro, como en el comunismo, la mafia, las guerras de conquista. La justificación externa es cuidar a los «débiles», practicar un resarcimiento retroactivo de siglos o milenios, primar a los favoritos de la jefatura, sean arios, supremacistas o señoras; la interna, enriquecer a quienes cortan el bacalao. El que reparte se lleva la mejor parte y, ufano, saca pecho.

Nuestro célebre Frankenstein es un engendro feminista y catalanista, a fuer de socialista, procaz y abusivo. Lo cual indica que concurren sobre la piel de toro muchos varones aplaudidores de las leyes de Irene Montero, Rosell, Pam y demás ménades furiosas; igual que existen numerosos votantes de izquierda que, por gustarse en el espejo y dar la nota, apoyan el separatismo, los privilegios a los insolidarios y la atrocidad de que la España más pobre subvencione y engorde a la España más rica. Actúan así por desdén, por dandismo, por acato, por complejos, por memez quizás. En nuestro país no existe tara mental que podamos ahorrarnos, ni grosería que no cunda socialmente.

Lo esencial es que el explotado, el esquilmado, el objeto de maltrato sea alguien con posibles. Un burgués, un profesional competente, un señor cabal. Es importante aleccionar humillando, meter miedo. Cual en la lucha de clases del marxismo, no tendría gracia desvalijar a un indigente. Se necesitan paganos con recursos, para arrancarles su derecho a conservar lo suyo, mientras se les priva de igualdad ante la ley y se les declara, con pose vengativa --que eso dinamiza cantidad--, carne de expropiación.

Formulado lo antedicho, sería derrotista negar la esperanza. Aunque bajo Adolf pocos germanos despreciaron su obsequiosidad, la derrota bélica obró maravillas y hoy un judío se siente menos amenazado en Alemania que en Francia. En Cataluña estamos lejos del fin de la xenofobia y la rauxa fanática, aunque con suerte puede que el personal se dé cuenta de que ni santa Teresa de Jesús ni Cervantes fueron catalanes, según pretende Bilbeny. Mas donde podemos cifrar las expectativas más felices, pese al ruido ambiental, es ante las mujeres. No las que alborotan, rapiñan y se creen las reinas del mambo; sino la mayoría tranquila, que sigue valorando la familia y se desvive por padres, hermanos, hijos y cónyuges. Ellas también están en la diana. Como la propia bondad.