Demasiado tarde
I.- Llevaba varios días con un remusguillo malicioso por las partes bajeras pero aquella mañana, cuando se levantó a orinar, la picha le dijo:
- Ea, tu ya no meas más.
Así que, con la oclusión apremiando, se fue ligerito para el médico, pim, pam, pim, pam y lo sondaron y aquello fue un alivio pero luego, cuando pensaba que ya estaba el entuerto arreglado, el doctor le espetó:
- Román, te voy a hacer un volante y te vas al Hospital.
El viejo pensaba que eran prudencias excesivas y protestó, pero ya se sabe lo tozudos que son los médicos cuando ejercen de tales, y qué soberbiamente representan su oficio así que, antes de que se diera cuenta, ya estaba el viejo Román con su pijamilla azulón, recostado en su cama, rodeado de médicos circunspectos y él, naturalmente, azorado al verse observado por tanta concurrencia.
Se pasó sus buenos ocho o nueve días de pruebas: pasillo arriba, pasillo abajo, que ahora una radiografía, que ahora un análisis, y siempre en la sillita de ruedas, recorriendo el hospital como si fuera un inválido.
Al viejo le preocupaba el paso del tiempo porque se acercaba la Navidad y para esas fechas querría estar de vuelta en el pueblo. Por lo demás estaba a gusto. Sobre todo porque en el hospital se comía bien y eso era de agradecer. Lo peor, lo del tabaco, que por lo visto estaba prohibido, y la riña era constante:
- Román, que aquí no se puede fumar…...
Pero el que hizo la ley hizo también la celada y el capellán, que era un hombre de Dios, le dio la luz:
- Por esa portezuela se sale a la terraza y ahí fuma usted lo que quiera. Y en pago por el chivatazo rece un avemaría de vez en cuando.
- Gracias, Padre, así lo haré.
En la terraza coincidía con otros viciosos del fumeque pero todos estaban preocupados y apenas hablaban. Se les adivinaba en la mirada la angustia de algún pesar y no se les podía sacar del buenos días o del buenas tardes, según. Y Román, que era de natural expansivo y parlanchín, se frustraba.
Un día apareció por ahí su medico, el doctor Camacho. Le regañó:
- Pero hombre, Román, ¿fumando? Eso lo tiene usted totalmente prohibido.
Román, de tanto ver al doctor Camacho, le había cogido inclinación, porque además el médico era un joven bien encarado y sonriente. Así que no se acharó y retrucó:
- Con el debido respeto, Doctor ¿Y usted que ha venido a hacer aquí?
El doctor carcajeó.
- Anda, Román, dame fuego.
Y lo que hace el tabaco, que pegaron la hebra y empezaron a charlar como si fueran amigos de toda la vida.
II.- La naciente amistad entre el paciente y el médico se cundió por el Hospital y el jefe de servicio, quien a pesar de su veteranía seguía huyendo de dar malas noticias, le cargó el mochuelo a Camacho.
- Javi, tú se lo dices, que tienes mano con él.
Así que el doctor Camacho se pasó por la habitación tan pronto tuvo un hueco.
- Román, lo de tu próstata no es una tontería y hay que operar. Todo va a salir bien pero debes llamar a tu familia. ¿Tienes hijos?
Claro que tenía hijos: un hijo, Manolín.
Su Manolín tenía un cargazo en el Banco. Fue siempre muy despierto e hizo su carrera sin dificultad. Cuando acabó, se lo rifaban: la universidad, algunas empresas importantes… pero el optó por la banca. Ascendió muy pronto. Para Román eso era una satisfacción enorme, era un premio inesperado; aunque, como todo en la vida, tenía su lado oscuro. Y es que el Manolín arrimaba poco por el pueblo, porque tenía tantas obligaciones….Pero Román, como buen padre, lo comprendía. Pues qué otra cosa deben hacer los padres sino comprender a los hijos, se decía a sí mismo.
- Padre, estar en el consejo del banco ocupa las veinticuatro horas del día. Es como el sacerdocio, imprime carácter.
- No te preocupes hijo mío, que yo sé lo mucho que trabajas.
Llevaba un par de Navidades sin aparecer, pero le mandaba unas cestas de navidad muy copiosas con una tarjeta que ponía: El BBVA le desea Feliz Navidad. Y una nota autógrafa: un beso de tu hijo, Manolo.
Así que, resolvió, para qué llamar al Manolín y molestarlo y, quieras que no, darle un disgusto. De todos modos lo de la próstata será una tontería. Los médicos se ponen trágicos para luego, cuando todo salga bien, darse pote. ¡Menudos espabilados son los médicos ¡
III.- El celador empujaba la cama camino del quirófano.
- Suerte, que todo va a salir bien, y para Navidad en tu casa.
Román iba tranquilo y sin miedo, pero recordó al capellán:
- Coño, que no recé como dijo el cura, con lo bien que se portó el hombre conmigo.
Así que echó mano de la memoria y musitó un avemaría. Torpeó un poco al principio porque hacía tiempo que no la recitaba, pero enseguida le cogió el hilo. La verdad es que él era despreocupadillo para las cosas de Iglesia pero la oración lo dejó feliz. Qué cosa más rara, pensó
El doctor Camacho lo recibió sonriente, ya ataviado con sus avíos de cirujano.
- Tranquilo Román, que te vamos a dejar la próstata como nueva.
- No pasa nada, doctor. Total, si palmo voy a estar cazando el pájaro todo el día en el Paraíso……
Tal vez fuera una premonición….
IV.- Don Manuel sabía que él, en realidad, era Manolín.
Sí, era verdad: ahora lo invitaban a monterías de fuste y le elegían el puesto, los empresarios le imploraban créditos, el alcalde lo reverenciaba, el obispo lo llamaba cada Nochebuena:
- Don Manuel, reciba usted mi bendición episcopal
- Gracias, Monseñor. Feliz Navidad
En fin…… Pero él, realmente, era todavía y seguramente sería siempre Manolín, el zascandil que rompía monte acompañando a su padre y a su rehala, monteando para que se divirtieran los empresarios, el señor alcalde, y algún Don Manuel que también habría por allí, digo yo…
Y Don Manuel no necesitaba un padre porque era un consejero de banco muy considerado pero Manolín sí y Manolín ya no tenía padre.
Y eso causaba un dolor animal, una certeza de desarraigo, como una soga que se rompe y ¡¡zas ¡¡ el cubo que nos dio de beber al pozo para siempre.
Y eso no era lo grave porque la biología es la biología y, mas tarde o más temprano, la muerte llega. Y hay que aceptarla, otra cosa es cerrazón de imbéciles, y Don Manuel ( y Manolín también, claro) tenían largas luces y buen sentido.
Por ello lo que le dolía no era saber que ya no tenía padre sino, más acertadamente, caer en la cuenta de que su padre hacía mucho tiempo que no tenía hijo. Porque desde que lo hicieron consejero, cinco años atrás, no lo había visto arriba de dos o tres veces. Pobre padre, tan bueno y beneficioso, solo en el pueblo, con la fugaz compañía de los perdigones enjaulados, curichi, curichi, curichi…y de sus podenquillos, jai, jai, jai…
V.- Don Manuel celebró la Navidad en casa, como de costumbre. Invitó a los amigos de siempre. Ellos se resistían:
- Manolo, este año no, no estarás de humor.
Pero su mujer insistía:
- Por favor, venid, así se olvida un poco.
De modo que almorzaron juntos y todo fue tan rebién. A los postres Don Manuel se quitó la corbata de seda negra que había estrenado y echó mano del desenfado:
- Si no os importa me voy a poner cómodo y me quito este cíngulo del pescuezo.
Luego, en la sobremesa, sirvió unos güisquis. Y ensayó el brindis:
- Por mi padre…
Se juntaron los vasos, como es costumbre, y a más de uno le subió un cosquilleo por el canalillo donde discurren las emociones: o sea, rabadilla arriba hasta rematar en el occipucio.
VI.- El día veintiséis cogió el coche y se orientó hacia el pueblo. Cuando pasó a la altura de Arroyo Negro se salió y aparcó en el ensanche. Unos metros más allá estaba la malla cinegética y, sobre ella , a lo lejos, resaltaba un cerro oscuro coronado por una gran piedra: era El Peñón, el Peñón de Arroyo Negro, una fraga tupida de monte donde se aquerenciaban los marranos porque tenían mucha defensa y no había fuerza perruna que los obligara a salir.
En el Peñón de Arroyo Negro fue la última vez que Manolín entró con los perros, hace muchos años ya. Rompieron cerro arriba padre e hijo… ¡Alejooooó, ahí va mis perrillos valientes, alejoooó, alejoooó…..¡ pero los cochinos, quien sabe por qué, habían mudado sus encames y allí no había ni un jopo.
Los monteros se contrariaban viendo el fracaso y zaherían a voces al perrero:
- ¡¡Román, espurrea a los chuchos que se arremolinan contigo y no cazan¡¡
Pero los perros, ante la ausencia de bichos, qué iban a hacer: zascandilear y pasar el rato, musicando la sierra con sus campanitas, tilín, tilín, tilín.
- ¡Qué desastre ¡ dijo Manolín.
Entonces su padre lo miró muy fijamente:
- Algún día entenderás que no hay felicidad más grande que estar con un hijo en el monte.
Manolín recordaba estas cosas mientras, bajo un cielo gris desvaído, arreciaba el viento, y arrancaba los últimos cardos secos que había dejado en pie el verano, y los arrinconaba en la malla cinegética como si fueran liebres hostigadas.
VI.- Algunas vecinas habían entrado en la casa y la habían limpiado y fregoteado…. y habían recogido a los perdigones…curichi, curichi, curichi…. y a los podenquillos…jai, jai, jai…. así que todo estaba en orden y bien apañado.
Paseó las habitaciones con miedo, no fuera a sorprenderle algún recuerdo olvidado que traspusiera desde el pasado y se le presentara de golpe. Ahí estaba la mecedora del padre, arrimadita a la lumbre, el calendario Zaragozano sobre el hule de la mesa, unas bellotillas para sus perdigones, que dejó a medio picar, la gorrilla de paño colgada del perchero, el chaleco de pana dobladito a los pies de la cama … en fin, el escaso ajuar del difunto.
Era el momento de tirarse al río de las rememoraciones y recuperar su pasado para poder llevarlo ya siempre consigo. Pero esto sería doloroso porque es difícil convivir con los propios reproches.
O tal vez, pensaba, fuera más inteligente aceptar las cosas, los aciertos y los errores, y olvidar….. Lo estaba dudando….
Sonaron dos aldabonazos tremendos. La Pura, una vecina, voceó:
- ¡¡ Con permiso ¡¡
E irrumpió en la casa y le soltó dos besazos de una sonoridad estentórea.
- Te acompaño en el sentimiento, Manolín.
La Pura siempre fue una buena mujer. Ya era muy vieja pero tenía la piel tersa como un tambor y coloreada como un choricillo a medio curar. Manolín pensó que el paso de los años la había acharado algo, pero que por lo demás estaba como siempre.
La nietecilla remoloneaba alrededor y le tiraba de la falda y le cuchicheaba. Al rato la abuela, una vez creyó que ya estaban echados todos los lamentos, dio su autorización:
- Sí, tráela ya…
Y abrochó su comentario:
- Demonio de niña, que desinquieta es.
Al poco la niña apareció tambaleando con una enorme cesta de navidad.
La Pura aclaró:
- Llegó al poco de internarse tu difunto padre y se la guardamos para cuando volviera.
Ahora procedía gimotear algo y la Pura gimoteó, claro. Al instante aclaró lo evidente:
- No hemos tocado nada; mira, el celofán no está roto.
Don Manuel (o Manolín) despegó un sobre adherido al regalo.
Llevaba un tarjetón dentro: El BBVA le desea Feliz Navidad. Y luego su propia nota autógrafa: un beso de tu hijo, Manolo.
Dijo:
- Quedaos con las cosas.
Y se guardó la tarjeta en el bolsillo de la camisa, cerca, muy cerca, del corazón.
Musitó:
- Demasiado tarde, demasiado tarde…
Y se fue.