La culpa fue de Walt DisneyBlas Jesús Muñoz

El paseo imposible

«Te topas de bruces con un grupo de italianos que, además de no escuchar al guía (vociferan entre ellos) se vienen para ti como un tren de mercancías. Fintas el golpe como Manny Pacquiao, pero caes en las garras de un camarero»

La sociedad ha involucionado con el salto tecnológico. Es una evidencia cuando ves a zombies caminar por las calles, absortos en su pantalla,;cuando palabras como sostenible se convierten en el complemento acordado de cada frase; cuando miras a alguien y ya no te atreves a hacerlo directamente, no sea que ofendas a su autodeterminación de género; o cuando al arrancar tu coche con motor de combustión, ese sonido -otrora signo de libertad- abre una nueva herida en la piel del planeta.

Tanto es así, que los coches ya me causan pavor, que llega a ser extremo al ver una carrera de Fórmula 1. De hecho, la lista de fobias es nueva y comprende utilizar en público palabras que antes eran de uso cotidiano. Es más, hay una que empieza por «s» y termina por «l», que ya solo utilizo entre amigos.

También le he cogido miedo a pasear, por un episodio que se repite en bucle de lunes a viernes cuando salgo de la redacción. Y es que, durante diez o doce minutos tengo que caminar por un tramo del casco histórico, que se podría andar en la mitad de tiempo.

El paseo es atroz, porque con la mochila cargada con el ordenador, el cuaderno el bote de tabaco, los cables parece que pesa más cuando tienes que ir esquivando turistas cual prestidigitador o equilibrista. Primero puede ser una pareja que, de modo romántico, van de la mano, pero tan separados que ocupan todo el ancho de la calle y parece que, con sus brazos extendidos, te invitan a pasar por debajo de la valla de carne y hueso, como si estuvieras en una pista americana.

Turistas paseando por CórdobaEFE

Luego te topas de bruces con un grupo de italianos que, además de no escuchar al guía (vociferan entre ellos) se vienen para ti como un tren de mercancías. Fintas el golpe como Manny Pacquiao, pero caes en las garras de un camarero que te confunde con uno de ellos y te intenta vender las bondades del menú del día. Trastabillado, ahora como un patinador jubilado y con artrosis, en la huida evitas ser atropellado por el taxista de turno y, cuando te crees a salvo, una mujer te ofrece romero, mientras una muchacha con complejo de India Martínez destroza una canción de Antonio Orozco, con su micro y su altavoz para que toda la Judería escuche su atentado.

Llegado a ese punto, mis sentimientos ya son instintos primarios y me acuerdo de cuando Pedro García denunciaba la gentrificación. El miedo ahora es brutal, ¿me habré convertido en rojo? Al rato se me pasa el susto, porque soy consciente de que, entre unos y otros, han abrazado el crecimiento económico al turismo, para convertirnos en un país de camareros y gente que cobra el subsidio (desde parados a asociaciones de comerciantes).

Esa realidad me reconcilia con la duda anterior y, salido del laberinto turístico, el alma deja de agitarse ante lo que no tiene solución.